Nos acercamos a la Cuaresma. Con la imposición de la ceniza el próximo miércoles dará comienzo, para los católicos, este tiempo de gracia, de llamada a la conversión y a una vida nueva y santa, de renovación y purificación. La llamada a la purificación es una constante en el mensaje de los dos últimos papas, el Beato Juan Pablo II y Benedicto XVI. Todos necesitamos de purificación. «También en la Iglesia Adán, el hombre, cae una y otra vez». Es preciso reconocer nuestros pecados, ponerlos ante el Señor, e invocar su misericordia. Es necesario pedir perdón y purificarnos. Así, cuando reconocemos la verdad de esto, estamos al mismo tiempo reconociendo que Él puede cambiarnos, renovarnos desde dentro, así como que Él no nos deja en la soledad o el desierto de nuestras faltas y pecados, y que permanece con nosotros en su Iglesia santa; en ella se manifiesta viviente, siempre con nosotros y ante nosotros, hasta el fin de los siglos, y puede levantarnos, salvar y santificar a su Iglesia en nuestros días en que tanta cosas la afligen; como lo viene haciendo ininterrumpidamente a lo largo de su historia. «Se puede criticar mucho a la Iglesia. Lo sabemos y el Señor mismo nos lo ha dicho: es una red con peces buenos y malos, un campo con trigo y cizaña» (Benedicto XVI).
Los problemas y las contrariedades están ahí, pero no son para perder la esperanza, sino para afrontarlos con acierto y esperanza, sobre todo con fe y los criterios de la fe, que han de ser siempre los propios de la Iglesia. Las dificultades de fuera, el acoso al que se ve sometida la fe y la Iglesia desde el exterior, o las que puedan venir todavía, no debieran darnos ningún miedo para reemprender y seguir el camino del Evangelio, de caridad y santidad, de purificación. Tampoco pueden hundirnos ni acomplejamos las dificultades de dentro, las deserciones incluso, las caídas, las debilidades y fragilidades de nuestra fe, de nuestro cristianismo de hoy, incapaz con frecuencia de comunicar a los hombres, nuestros hermanos, el inmenso tesoro que llevamos dentro: el tesoro de la fe, del amor y de la misericordia de Dios, del Evangelio y la Redención de Jesucristo.
El Señor está con nosotros hasta el fin de los siglos: ésa es su promesa, que se cumple en el hoy concreto que vivimos y que puede aturdirnos. Él no se baja de su barca, la Iglesia; ni la abandona, ni deja de andar sobre las aguas procelosas, por contrarios y fuertes que sean los vientos adversos, ni por las dudas, errores o temor de los suyos. La historia de la Iglesia, desde el tiempo de Jesucristo mismo, se ha visto envuelta en persecuciones y adversidades venidas de fuera o de dentro, o en traiciones, negaciones, abandonos, caídas, fragilidades de los cercanos. Y no ha caído hasta no levantarse, ni caerá sin levantarse. Pero, eso sí, necesita de purificación, de renovación y fortalecimiento –obra sobre todo de Dios– por una vida santa, que es la vida transformada por Dios mismo y que vive por la fe y la caridad. La palabra de Dios, Dios mismo, no pasa ni pasará. «Cristo es el mismo, ayer, hoy y siempre». La Iglesia ha sido edificada sobre la roca firme de Pedro, y de la fe que confiesa Pedro. Esto tiene una especial resonancia ante lo que está sucediendo, y una significación especial ante el «Año de la Fe», que nos convoca a abrir de par en par las puertas a la fe en el Señor que está en medio nuestro.
Por paradójico que parezca, «en el fondo consuela que exista la cizaña en la Iglesia. Así, no obstante nuestros defectos y debilidades, podemos esperar estar aún entre los que siguen a Jesús, que ha llamado precisamente a los pecadores. La Iglesia es como una familia humana, pero es también, al mismo tiempo, la gran familia de Dios, mediante la cual Él establece un espacio de comunión y unidad en todos los continentes, culturas y naciones. Por eso nos alegramos de pertenecer a esta gran familia; de tener hermanos y amigos en todo el mundo. Justamente aquí experimentamos lo hermoso que es pertenecer a una familia tan grande como todo el mundo, que comprende el cielo y la tierra. En esta gran comitiva de peregrinos, «a veces con los pies llagados y sucios por el mismo camino y su dureza, caminamos junto a Cristo, caminamos con la estrella que ilumina la historia» (Benedicto XVI, en Colonia): la estrella de la fe.
La gran cuestión del mundo en esta encrucijada de la historia es, como siempre, la fe, el vivir la vida con Dios o sin Él, el estar guiados o no por esa luz. A esta gran cuestión habremos de responder con una nueva evangelización. A esto invita el camino cuaresmal que emprenderemos el miércoles de la semana próxima, en este año de tantas cosas, pero que abre las puertas de la fe, el «Año de la fe», y urge llevar a cabo con todas las fuerzas posibles una nueva evangelización, para que el mundo crea y tenga fe, para que viva en la caridad que renueva todo, y camine en la esperanza que inunda de luz nueva la noche que atravesamos. Por eso la próxima Cuaresma nos llama a toda la Iglesia, a la purificación y a una vida santa, sin olvidar a los parados ni nuestra plegaria para que el trabajo alcance a todos, que esto también entra dentro de la caridad y la necesaria purificación.