Días atrás pasé una revisión cardiológica ordinaria. Lo normal a mi edad. Lo raro es que el médico, aunque de profundas convicciones religiosas, tenga todavía una enfermera “monja”, seguramente la última que queda en el pequeño hospital de la Seguridad Social que me corresponde. Ha venido tan a menos esa especie, que sorprende que aún quede alguna en activo. Es mercedaria, no sé de qué rama de los numerosos retoños que dio a lo largo de la historia el viejo roble plantado por san Pedro Nolasco a principios del siglo XIII.
Mientras me hacía el electro, me tomaba la tensión, las pulsaciones, etc., le pregunté si tenían vocaciones en su congregación, y me respondió que últimamente ninguna. La fuente se había secado. En cambio, le insinué, otras órdenes abundan en postulantes, como las antiguas clarisas de Lerma, convertidas ahora, de la mano de la madre Verónica Berzosa, en la nueva institución religiosa, Iesu Communio. ¿Tenía este fenómeno alguna explicación? Tal vez la novedad, me dijo. Lo novedoso y llamativo del nuevo modelo religioso, cuya separación ha dolido mucho a las antiguas hermanas de la orden de Santa Clara. Eso me dijo también.
En las respuestas de la mercedaria quise advertir una leve reticencia hacia las innovadoras de Lerma. “Pasados unos años, vamos a ver en qué queda todo esto”. Ese tipo de reticencias o reservas, que comparte cierto clero diocesano, están muy extendidas en las viejas órdenes y congregaciones, tanto masculinas como femeninas, que hacen extensivas a los nuevos movimientos, a los que acusan, a veces, de tradicionalistas, conservadores, casi, casi, de integristas.
Por su parte, las nuevas “realidades” eclesiales censuran a los viejos “odres” de haber introducido en sus comunidades un cierto aire secularista, mundano, que resta atractivo y convicción a la radicalidad que exige el seguimiento y la entrega total a Cristo. Esa especie de “relajo” se advierte claramente en la indumentaria de muchas y muchos consagrados. En la calle no hay forma de distinguir a las “churras” de las “merinas”, dicho sea con perdón. Cierto que, como expresa la frase hecha, el hábito no hace al monje, pero no es menos cierto que la cara es el espejo del alma, es decir, el aspecto externo, en el que se refleja la identidad, la pertenencia a una forma de vida que no es común al común de la gente, sino propia de personas entregadas al servicio de Dios y, por consiguiente, al servicio de los hombres.
No digo yo que haya que volver a los tiempos de las sotanas y las tocas almidonadas en forma de ala delta, que en cuanto te descuidaras un pelín podían sacarte un ojo. Era una vestimenta incómoda, anacrónica y fuera de época, pero algún signo diferenciador, como el alzacuello, pongo por caso, no estaría de más. Concede dignidad, identidad y sentido de pertenencia a las personas que libremente han respondido al llamamiento de Dios. Todavía la sociedad no está tan desquiciada o envenenada para tener que esconderse u ocultar lo que, religiosamente, uno es. Dar testimonio público con normalidad, sin alardes ni hábitos propios de martes de carnaval, proporciona seriedad a la función de los consagrados, hombres y mujeres. Me temo, sin embargo, que la deriva secularista, la inclinación al anonimato, al ocultamiento, malogrará en muchas órdenes y congregaciones su misión de fermento del mundo. Luego se quejarán de que no tienen vocaciones. ¿Acaso ofrecen algo fuerte y radicalmente atractivo?