En 1973 de la Asociación de Psiquiatras americanos retiró la homosexualidad de la lista de enfermedades tras una votación con el siguiente resultado: No, 5816; Sí, 3817. No cuento los votos en blanco ni las abstenciones, muy numerosas, pues el número posible de votantes era de unos treinta mil. Es decir dijeron sí o no menos de un tercio de los posibles votantes y los sí no llegan al veinte por ciento. Tras esta votación se llegó a la conclusión de no volver a someter cuestiones científicas a votación. Pero como consecuencia la Organización Mundial de la Salud retiró la homosexualidad de la lista de enfermedades mentales. Como dogma científico por lo menos es bastante curioso, porque las cifras no indican precisamente unanimidad. Es decir la Comunidad psiquiátrica está dividida, lo que es una buena razón para optar por la prudencia en cuanto opiniones tajantes, pues muchos piensan que lo que se ha conseguido con ello es privar a los pacientes del tratamiento que necesitan. Hay bastantes psicólogos que no se atreven a iniciar la terapia, por miedo a ser tildados de homófobos, incluso si sus pacientes se lo piden. Pero en Agosto del 2009 esa misma Asociación ha autorizado a sus terapeutas a tratar la homosexualidad, permitiéndoles que ayuden a los homosexuales a rechazar o controlar sus impulsos, con una nueva terapia basada en la fe y en la identidad sexual, tanto más cuanto que cada día está más claro es que hay cada vez más personas que, tras el tratamiento adecuado, llegan a la heterosexualidad.
A la persona homosexual, tanto varón como mujer, (recordemos a este respecto que la palabra “sodomía” se reserva principalmente a la unión entre hombres, mientras entre mujeres, se llama “safismo” o “lesbianismo”), conviene insistirle sobre todo en su dignidad personal, en el hecho de que nadie puede sentirse excluido de la vocación al seguimiento de Cristo y en que su cuerpo es templo del Espíritu Santo. Generalmente, hay que aconsejarles que procuren establecer relaciones y conductas con los demás que no sean de tipo homosexual, por ejemplo, profesionales, de estudio, culturales, sociales, donde puedan encontrar un desarrollo a sus posibilidades que les permita salir de su aislamiento social y utilizar positivamente su estructura afectiva en la línea de una superación que les lleve a enquistar así su neurosis sexual, así como sus sentimientos de inferioridad personal y social.
Por nuestra parte, como sacerdotes, sepamos ser amables. Los psicólogos constatan que uno de los temores inconscientes más profundos es el miedo a la homosexualidad, y que incluso en personas heterosexuadas, puede darse con mucha frecuencia una dimensión homófila latente, pues la distinción entre ambas dimensiones no es radical, sino que hay una continuidad. Esto hace que uno de los mecanismos inconscientes de defensa sea precisamente la agresividad, desprecio y rechazo de los homosexuales. Con una actitud así, no sólo no ayudamos, sino que podemos provocar su alejamiento total. Un homosexual tiene necesidad ante todo de verdaderas amistades no sexuales que le eleven mediante un amor sincero y la admisión en un ambiente impregnado de afecto y de comunión caritativa. Necesita cercanía y amistad, no sexo, siendo para él muy importante y un gran paso en su evolución hacia una mayor madurez afectiva el desarrollo de lazos de amistad no eróticos con individuos de su propio sexo. Así como el amor es lo único que tiene capacidad de educar, sólo el amor tiene el poder de ayudar a un homosexual.
La fe religiosa puede conducir a dar un profundo sentido a la vida personal. Cuando se sabe someter la propia voluntad a la voluntad de Dios, uno ya está transcendiéndose a sí mismo, y en consecuencia en camino hacia la propia liberación. La experiencia religiosa abre paso a la esperanza y alegría, favorece la fuerza de voluntad, da seguridad interior y hace que la persona realmente luche, aprendiendo a mirar de frente las dificultades.
La propuesta de la castidad tiene todo su valor si no se impone autoritariamente como mero instrumento represivo, sino que se la indica como camino para recuperar a fondo el valor de la propia sexualidad y la posibilidad de un encuentro humano maduro que se ha de vivir bajo el signo de una amistad que favorezca el desarrollo de las relaciones humanas. Esta renuncia al ejercicio de la sexualidad no tiene por qué ser neurotizante ni problemática. Como en la soltería impuesta por otras circunstancias, hay siempre un lugar para la sublimación, difícil de conseguir, pero no imposible. Depende mucho de la intensidad de los estímulos sexuales y de la actitud práctica que el sujeto adopte ante ellos. Existen homosexuales que logran sin mucha dificultad dominar la propia inclinación, mientras que en otros la lucha y el esfuerzo por contenerse son más duros y continuos.
La sociedad y la Iglesia tienen el deber de ayudar a los homosexuales sin discriminaciones, pero también sin falsas igualaciones. “Sólo lo que es verdadero puede finalmente ser también pastoral”. De hecho, no es difícil encontrarse con homosexuales que luchan y logran tener una vida cristiana ejemplar.
En bastantes diócesis del mundo están apareciendo organizaciones a fin de ayudar a las personas homosexuales, ayuda que debe partir siempre de la verdad. En Estados Unidos el grupo católico “Courage” trata de ayudar a los homosexuales a vivir en conformidad al evangelio, aceptándose a sí mismos sin negativismos o victimismos o rechazos de su propio cuerpo o persona y con el convencimiento de que Dios les ama, lo que les ayuda a encontrar la paz interior. Para ello, les invita a dar significado y razón al propio celibato con una entrega total a Cristo y recibiendo con frecuencia los sacramentos de Reconciliación y de la Eucaristía, facilitando entre los integrantes del grupo el espíritu de fraternidad que les facilite compartir reflexiones. Además se les aporta una compañía para que no estén en situación de afrontar en solitario los problemas de la homosexualidad, pues se considera que las amistades castas son necesarias para la vida célibe cristiana, prestando también una mayor atención a quienes tienen mayores dificultades, para que a pesar de sus caídas, encuentren en el grupo la motivación necesaria para no abandonarse y renunciar a la lucha.
Comprender, aceptar y aprobar la homosexualidad son tres cosas muy distintas. Por supuesto, todo homosexual es persona e hijo de Dios, y como tal hay que respetarle. Es nuestro deber comprender a quienes tienen este problema. Aceptar al homosexual significa ofrecerle nuestra amistad desinteresada y ayudarle a que pueda afrontar su situación, siempre con el fin de desarrollar su personalidad, viendo para ello qué es lo mejor para él, a fin que nuestro penitente encuentre un clima sereno en el que pueda realizarse, para que pese a sus límites pueda alcanzar libremente la propia madurez en sus relaciones con Dios y el prójimo. Lo que no hemos de hacer es equiparar la homosexualidad con la heterosexualidad, o considerar como bueno lo que es simplemente una anomalía del instinto, si bien esta anomalía, mientras no pase a actos, aún no tiene carácter moral.