No comprendo a Gallardón. Quizá sea un hombre de convicciones firmes, ágil en sus decisiones, rápido en sus propuestas. Su capacidad para sublevar a la legión mediática de la izquierda política y cultural es incuestionable al declarar que nada hay más progresista que la defensa de la vida. Tiene razón el ministro de Justicia, no puede ser bueno menoscabar el supremo valor de la vida de un inocente, negar el don del carácter intangible de la vida humana desde el momento de la fecundación para subordinarlo a la mentira de la defensa del aborto como derecho de la mujer a decidir sobre su maternidad.
Pero más allá del himno sagrado pronunciado en su defensa del derecho a la vida, Gallardón también es un progre indómito, oficiante jubiloso de ceremonias civiles entre homosexuales, postulador de nuevos publicanos capaces de atar y desatar en la tierra. Por ser, en su doloroso afán y desatada ambición siempre insatisfecha, se nos ha convertido en actor, interpretando a su tío abuelo Isaac Albéniz.
El “divorcio express” deviene una anécdota banal en manos de Gallardón. Su ofrecimiento para que los notarios puedan casar y divorciar, lejos de ser una medida progresista no constituye ningún beneficio para la realidad del matrimonio, perjudicando a la seriedad del mismo. El objetivo de agilizar la carga de los jueces y de que los notarios sean fedatarios hace ininteligible la irrevocabilidad del compromiso matrimonial, la definitividad del amor, la defensa en la búsqueda de respuestas maduradas a las dificultades matrimoniales y familiares.
Esta medida no es un progreso. ¿Qué valor está realizándose con la actuación de los notarios? Dar más facilidades o más opciones para el ciudadano, ofrecer más alternativas no es un progreso. Ensayar fórmulas para cambiar lo que aspira a permanecer, articulando y subordinando lo estructural a lo mudable, sólo nos hace vislumbrar un nefasto panorama para el matrimonio: se convertirá en algo expuesto a permanentes reajustes legales y nuevos ordenamientos judiciales, en un objeto más de consumo, azaroso y disponible a la brevedad de lo discontinuo y modernamente decadente.
Antes de reformar las cosas, hay que preocuparse por reforzar el bien de esas mismas cosas. Que un notario pueda disolver el matrimonio con el fin de liberar del yugo pesado del trabajo a los jueces sólo es un síntoma de erosión y falta de respeto, de cuestionamiento del inconmensurable bien que significa para la sociedad el matrimonio y la familia. No se trata, como algunos piensan, de desdramatizar la situación cuando se produce una separación, sino de hacerla ahora más insoportable y angustiosa cuando se intenta resolverla con las prisas.
Las prisas de Gallardón pueden producir una importante subversión de los valores. Cuando en la vida faltan las finalidades se acumulan de modo insoportable los medios; tan pronto como los vínculos y las constricciones se vuelven evanescentes y sin importancia alguna en la realidad, decae el ideal para ser fácilmente sustituido por la dictadura de lo que marquen los signos de los tiempos y las arbitrarias modas.
Hacer rápido las cosas puede ser un bien cuando no se hace de la eficiencia un absoluto o un fin en sí mismo. Acelerar los trámites de los divorcios conduce a presentar el matrimonio como una realidad sin valor de la que habría que ocuparse en otro momento, porque hay cosas más sustantivas que realizar. La prisa suele tragarse la vida. Las prisas de Gallardón lo devoran y es posible que se traguen también la coherencia de su propia vida política.
Roberto Esteban Duque, sacerdote y profesor de Teología Moral