La autoridad de la Secretaría de Estado de la Sta. Sede es, después de la del Papa, la mayor dentro de la Iglesia Católica. El Secretario de Estado, por definición, es el puntal sobre el que se apoya el gobierno pontificio porque, a través suyo, el Vicario de Cristo hace operativas la mayor parte de sus directrices “Urbi et Orbe”, para el conjunto de una Iglesia que es Católica, es decir, universal. Quizá sea el cargo con mayor responsabilidad que existe en el mundo, porque los temas que pasan por sus manos y las decisiones que tiene que tomar significan frecuentemente la salud o la merma espiritual para miles, y a veces millones, de personas.
Ser Secretario de Estado de la Sta. Sede significa, ni más ni menos, gozar de la máxima confianza del Pontífice y acreditar una lealtad a la Iglesia sin fisuras, de aquellas que hacen de la púrpura, símbolo de la sangre martirial, experiencia cotidiana: Porque en el momento dramático que vive la Iglesia – como el mundo – todas las maquinaciones, fintas y embestidas encaminadas a remover la Roca de Pedro, pasan necesariamente por la sacudida previa en la Secretaría de Estado. Los enemigos externos e internos del rebaño de Cristo saben muy bien que el Papa Benedicto XVI ha tenido y tiene en su Secretario de Estado, el cardenal Tarsicio Bertone, un apoyo seguro, de fidelidad a toda prueba, que con su sola presencia en ese cargo dificulta y hace prácticamente imposible los manejos programados.
Determinadas críticas al cardenal Bertone implican desconocimiento de la realidad actual de la Iglesia y de la Curia romana. Amén de otros muchos desconocimientos menos disculpables. No porque Bertone esté libre de errores y equivocaciones: ha tenido algunos que sería absurdo negar en éste momento. Aunque las equivocaciones, por graves que sean sus consecuencias, son sólo eso, equivocaciones. Incluso aquellas que pueden haber parecido disparatadas, por ir en dirección contraria a lo que algunos, desde lejos, estimábamos oportuno. Recordemos únicamente el nombramiento, a comienzos de enero, de monseñor Baldisseri como secretario de la Congregación de los Obispos quien, después de su actuación como Nuncio en Brasil, donde impulsó un concordato extraño, apadrinando literalmente a los protestantes para que compartiesen la educación pública; y deshinchando después la presión electoral católica contra la candidata abortista, parecía demasiado diplomático, o demasiado “prudente” para seleccionar pastores a la altura de los tiempos. El rebaño de Cristo necesita más que nunca pastores como los norteamericanos. Posible error, pues. Sin embargo, ¿estamos seguros de que fue Bertone el responsable? Creerlo así significaría suponer que no existen otras influencias cercanas a Benedicto XVI capaces de intervenir en las cuestiones clave con discreción a prueba de observadores y “vaticanistas privilegiados”: una completa ignorancia de la realidad.
Cometer alguna equivocación es inevitable estando al frente de la Secretaría de Estado. La situación actual del mundo, sacudido como una higuera por una oligarquía diseñadora de guerras y de futuros gobiernos mundiales, supone un permanente ejercicio de equilibrio. ¿Cómo no resbalar alguna vez? Es cierto que enviar a América a la gente escandalosa no suele ser la solución más práctica para lograr la tranquilidad, sobre todo porque el verdadero peligro no es entrometido de forma aparatosa, sino insinuante de manera persuasiva. Bertone es humano, como también lo es el Papa, aunque esté asistido por el Espíritu Santo. Las equivocaciones de Bertone son coyunturales, pero su fidelidad es permanente y sin fisuras. Garantiza muchas cosas. La permanencia desahogada, en lo posible, del Papa Benedicto XVI encuentra en el actual Secretario de Estado uno de sus apoyos más firmes e imprescindibles.
Por ello es bueno recordar varios aciertos de Bertone, que pasan con demasiada frecuencia desapercibidos:
El Secretario de Estado ha preparado, con infinita paciencia y una labor diplomática asombrosa – verdadero encaje de bolillos – viajes papales de importancia trascendental. El viaje del Papa a Oriente Medio en mayo del 2009 requería una logística política sin precedentes. Descolocó por completo a los futuros manipuladores de primaveras. El viaje a Alemania le debe muchos arreglos previos sin los cuales el esfuerzo de Benedicto XVI habría tropezado con situaciones difíciles de manejar. El último viaje a África, a Benín, demuestra una percepción perfecta, que sólo la Secretaría de Estado puede proporcionar, de los condicionamientos religiosos y políticos del mosaico africano. Hizo diana en el único punto donde la Iglesia Católica podía hacerla, consiguiendo una conmoción histórica de los espíritus en el continente negro. Ello por no hablar del hábil manejo, dentro de lo posible, de las nunciaturas en Trípoli, en El Cairo, en Damasco y en otros muchos lugares donde la voz de la Iglesia se alzó cuanto pudo en defensa del derecho internacional. O de la recepción por el Papa, hace unos días y preparada por Bertone, del presidente húngaro Orban, acosado por mantener las raíces cristianas de su patria. Sólo por estos últimos casos el Secretario de Estado ya tendría asegurada la enemistad perpetua de los presuntos amos del mundo. Una razón más que suficiente para que la Iglesia consciente – la otra que siga vegetando – le respalde cuando se le encrespan los voceros.
Incluso en España, el cardenal Bertone ha sido de los pocos que han vislumbrado la situación real de nuestra Iglesia, y actuado en consecuencia, a pesar de que su situación en Roma le obligaba a una exquisita diplomacia. Pero es un hombre que ve bastante más allá de lo aparente. Las papeletas que le ha correspondido resolver y que ha resuelto con éxito, confirman su seguimiento lineal de las directrices de Benedicto XVI.
Se podrían recordar infinitas razones más para desear y pedir su permanencia, todo el tiempo que sea posible, al frente de la Secretaría de Estado. Pero conviene insistir en la principal de todas: Una lealtad sin fisuras al Papa, acreditada desde los días de trabajo compartido en la Congregación para la Doctrina de la Fe. Un auténtico servidor de Cristo, humano y con gafas de sol, pero seguro y fuerte, para sostener el Vínculo de la caridad en los momentos probablemente más difíciles de la historia.