En el pasaje del Evangelio de la tempestad calmada se nos dice que «los vientos eran contrarios». Lo mismo podríamos decir hoy en medio de la tempestad universal en que nos encontramos; me refiero también a esos otros vientos contrarios al mundo, a la humanidad, a la Iglesia: son los vientos contrarios del odio, del desamor, de la mentira, del dominio del hombre sobre el hombre de nuestro mundo, de la falta de fe. Ante estos vientos nos interrogamos: «¿Habrá una salvación para el hombre?», es decir, ¿habrá salud verdadera y vigorosa para no sucumbir a las enfermedades de nuestra historia como es la carencia de verdad y de amor, la enfermedad del relativismo circundante que nos corroe, y la fuerza de poderes que tratan de servirse a sí mismos y de anteponer sus propios intereses en lugar de servir a todos sin excluir a nadie, o la quiebra moral que la debilita por completo y la conduce al estado grave de la quiebra del hombre? ¿Qué esperanza de salud, de salvación ante el triste espectáculo de violencias y crueldades inauditas que pretenden situar a individuos y a poblaciones al borde mismo del abismo?
¿Cómo puede suceder que en nuestro siglo, siglo de la ciencia y de la técnica, capaz de penetrar los misterios del espacio, podamos considerarnos testigos impotentes de horripilantes violaciones de la dignidad humana? «¿No depende quizás -se preguntaba el Papa San Juan Pablo II- del hecho de que la cultura moderna va siguiendo en gran medida el espejismo de un humanismo sin Dios, y presume de afirmar los derechos del hombre, olvidando, más aún, a veces conculcando los derechos de Dios», olvidándose de la verdad del hombre, inseparable de Dios? El Dios que se nos ha revelado y dado en Jesucristo (ante el que quedaron admirados y asombrados los apóstoles porque nos reflejaba a Dios, que es amor, y era el sí total al hombre) apuesta por el hombre. Este mismo Jesús, crucificado, ha traído la salud a la humanidad entera y nos dice que vayamos a Él, que vayamos a Dios. No me cansaré de repetirlo siempre, a tiempo y a destiempo. ¡Es hora de volver a Dios! ¡Sí, amigos, el mundo tiene necesidad de Dios, de Jesucristo, con frecuencia tan poco creído y adorado, tan poco amado y obedecido...! Él es la esperanza del hombre y el fundamento de su auténtica dignidad (Ángelus, 7, 3, 93).¿ Dónde encontrar a Dios? ¿Dónde encontrar su salvación, la salvación de todos los hombres? Dios nos encuentra y le encontramos en su Hijo amado, Jesucristo, nuestro hermano, compañero y amigo, nuestro Señor.
Saben, y aquí mismo lo he comunicado, que he estado en poco tiempo hospitalizado dos veces: la primera para recuperarme del agotamiento y cansancio que me debilitó tras mi viaje misionero a varios países de Hispanoamérica, grandísimo regalo de Dios en medio de las vicisitudes sobrevenidas; la segunda, de la que se han hecho eco medios de comunicación, tras una caída en la que me fracturé tres costillas. No me gusta hablar de mí mismo, pero por si le sirve a alguno de mis lectores, comparto con ustedes mi experiencia.
Una y otra hospitalizaciones han sido un don de Dios; doy gracias a Dios por estos más o menos quince días de dolor y sufrimiento, que me han permitido palpar y gozar de la cercanía de Dios y de que sólo Dios da sentido a todo. En concreto, la caída y fractura de tres costillas, muy dolorosa, me ha hecho pensar mucho en la Pasión de Cristo, y estar más unido a Él. He pensado: si con una fractura simple he sentido el dolor que he sentido, ¡cuánto dolor debió sentir Jesucristo, que al ser azotado tan cruelmente, según los expertos, debieron romperle varias costillas, y encima cargaron sobre Él el palo de la cruz, el del suplicio! ¿Cómo no iba caerse por tres veces, y más, y llegar al lugar del suplicio extenuado? Lo mío no ha sido nada, pero lo suyo debió ser horrible, y todo por amor a los hombres y para el perdón y reconciliación.
Un regalo de Dios que me ha permitido estar más junto a Él, y sentirle cercano, y ver, como dice San Pablo, que me ha permitido asociarme a Él y completar su pasión redentora. Porque también me ha permitido acercarme a los que sufren y compartir su «pasión» y comprenderlos más, y quererlos mejor. Me ha hecho ver y sentir el gozo de ser Iglesia: he experimentado la Iglesia en tantísimos que se han interesado por mí, han rezado por mí; y sus oraciones me han restablecido al día de hoy bastante: la Iglesia somos una familia que permanece unida, que vive de la oración.
Dios me ha concedido también compartir la verdad de la oración que aprendimos de Carlos de Foucauld: «Padre mío, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras, cualquier cosa que tú hagas de mí te doy las gracias, estoy dispuesto a todo, lo acepto todo, sólo quiero que tu voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas».
También doy gracias a Dios porque me ha hecho experimentar el valor inmenso de la caridad en médicos y enfermeras, verdaderos «ángeles» de Dios que me han cuidado y atendido, así como de otras personas que han estado junto a mí muy cercanas, dejando sus quehaceres ordinarios. A Dios doy gracias, y agradezco lo mucho y bien que he recibido de todos. Que Dios les pague y les bendiga. Y como tantas veces repite el Papa Francisco: recen por mí, sigan rezando por mí, sobre todo por el Sínodo diocesano que vamos a emprender en Valencia: para hacer de ella una Iglesia ‘‘evangelizada y evangelizadora”.
Publicado en La Razón el 11 de septiembre de 2019.