Hay algo que produce estupor en el seno de la sociedad española: la tesis de la imposición de una coexistencia neutra, donde la religiosidad brotaría de sus miembros, pero no de la aceptación de una naturaleza comunitaria religiosa ni de la aprobación de la doctrina de una institución, como es la Iglesia católica. Lo ocurrido recientemente entre la forma de determinar la elección de pregonero para la Semana Santa de Valladolid y el estado inerme del arzobispado confirma la pretensión de semejante ideal para la sociedad.
Separar cualquier acto público (como pueda ser un pregón de Semana Santa) de un orden moral concreto (como es el orden natural proveniente de la Creación y propuesto por la Iglesia), sólo significaría que ese orden ya no se acepta en la sociedad, es decir, que la Iglesia católica y su doctrina han dejado de inspirar la conducta de los bautizados en su seno. Cuando el católico no se pliega ya a un orden natural ni doctrinal, ni ajusta su vida a lo que la Iglesia formula, el problema radica en su capacidad estimativa de los valores, en la falta de aprehensión del bien, en el rechazo a un ideal de persona distinto al que la sociedad y el Estado parecen gravar en la conciencia y el comportamiento de los ciudadanos.
La vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, no puede separar su vida privada de su vida pública, fracturando la unidad del cristiano, abandonando todo finalmente al arbitrio de lo que decida un ayuntamiento o una Junta de Cofradías, como si la Iglesia tuviese que aceptar la organización estatista de su propia familia o comunidad. No es posible trazar líneas divisorias en la conducta del hombre que separen en ella una parcela sometida a la moral religiosa (la vida privada) y otra (la pública) sometida a leyes extramorales. La misma ley moral gravita sobre la persona como gobernante, como esposa o como madre de familia.
¿Quién desmoraliza y aparta del fervor con esta actitud: una Iglesia complaciente que ejerce el retraimiento, un aire libre de represión interna y externa, o bien es la misma sociedad que hace del Estado el único agente de moralidad y del bien común? ¿Debemos los católicos volver al silencio y clandestinidad de la “iglesia de las catacumbas” y no presentar ante el mundo ninguna exigencia, avergonzarnos del Evangelio, recluyéndolo al espacio privado o a la intimidad personal para hacer del diálogo con las actuaciones laicizadoras del poder un endiablado pacto de intereses? ¿Qué pinta la Iglesia en su propia casa? ¿No hacemos su doctrina absurda a los ojos del mundo dimitiendo del propio êthos y adoptando el de la cultura dominante?
El catolicismo en España no puede aceptar un régimen liberal neutralista y tecnócrata sin ser al mismo tiempo proscrito y devorado por la misma sociedad. Medio siglo bastó para que Francia pasara de ser la nación misionera por excelencia a convertirse en un país de misión. ¿Es este el ideal que queremos para España? Con actuaciones de este tipo, la doctrina de la Iglesia católica es categóricamente rechazada y reducida al fuero interno de la conciencia en la penumbra de la vivencia mística de una Iglesia sin derecho legítimo a influir en la sociedad.
Que la decisión del pregón de la Semana Santa de Valladolid no haya contado con la previa aprobación de la Iglesia católica no significa que la mentalidad española haya dejado de ser católica, aunque existan extensos sectores apartados de toda práctica religiosa o indiferentes ante su doctrina. La medida adoptada sólo viene a corroborar la asunción de una sociedad comprendida como una realidad neutra y funcional, la esencial ruptura entre la fe y la vida, la radical heterogeneidad de la fe con el orden social y político. Pero, sobre todo, esta disposición asume un alcance mayor que no puede pasar inadvertido: la autoridad religiosa ha quedado asimilada de facto por el papel rector y único del poder secular o civil, afianzándose una libertad en la que sólo subsiste, como ya proponía Rousseau, el individuo y el Estado.
Roberto Esteban Duque, sacerdote y profesor de Teología Moral