Nos hemos habituado a pensar y hablar de las dificultades grandes que tenemos en nuestro país. El tema de la «crisis» y las medidas para salir de ella es el tema recurrente no sólo en conversaciones y tertulias, sino en las perspectivas que con mayor frecuencia e intensidad se ofrecen y se discuten como proyecto o como futuro. Una y otra vez se dice y se oye, además, que «lo que nos pasa va más allá de la economía», y que «se trata de un problema moral hondo y humano, una quiebra antropológica y ética, que está en el fondo de la crisis económica». Seamos, por tanto, consecuentes.
Podríamos imaginarnos que lo que nos sucede es como si jugásemos un partido de fútbol, difícil y decisivo, en el que, para asegurar la misma supervivencia, fuese preciso alzarse con la victoria. Para alcanzar esa victoria se necesita avanzar rápidos y con eficacia hasta llegar a la meta. Para ello se pueden seguir diversas estrategias: una de ellas podría consistir en avanzar con el dominio de la pelota a base solo del regate y del pase corto de lo económico. Puede ser una estrategia; pero esto es insuficiente y tiene muchos riesgos. Un amigo, hace años, me decía: «Necesitamos jugar con ‘pases largos’, ser como los buenos ‘líberos’ del fútbol que juegan en profundidad con el ‘pase largo’ y hacen ‘faena’, hacen avanzar a todo el equipo, lo mueven hacia adelante, y así consiguen los logros necesarios».
Esto, aplicado al momento que vivimos, quiere decir que tenemos que ir al «pase largo» que organiza el juego y penetra en el campo donde se consigue el logro del partido. Ese «pase largo» es, sin duda, el de la educación. Tengo la sospecha de que estamos dejando pasar la gran cuestión de futuro, que es ya inaplazable –el «pase largo» para el futuro–, y que nos estamos enredando en regates cortos sin la gran perspectiva del «pase largo» capaz de organizar una nueva sociedad, nueva economía... La educación es elemento clave para que haya unas nuevas generaciones capaces de afrontar y resolver lo que nos pasa y de que no nos quedemos en la pequeña parcela del regate sin norte: llegar a la meta de una humanidad nueva con una economía nueva y justa, y no ser atrapados de nuevo por lo que nos ha dominado y conducido a donde estamos. Hoy, este elemento clave de la educación está puesto seriamente en peligro en nuestra sociedad; podemos afirmar, sin ser derrotistas para nada, que buena parte de los países de Occidente, también el nuestro, se ven afectados por una grave crisis en el terreno educativo.
La experiencia nos dice que hoy la obra de la educación está siendo precaria. Se habla, por ello, de una gran, gran «emergencia educativa». Se trata de una emergencia inevitable «en una sociedad y en una cultura que, con demasiada frecuencia, están haciendo del relativismo el propio credo –el relativismo se ha convertido en una suerte de dogma–». (Benedicto XVI). Sin la superación de este relativismo que alcanza todas las esferas de la vida –sin excluir la economía y la política– y las destruye –también la economía– no habrá salidas razonables, exitosas y duraderas. Pero esta superación sólo es posible por una nueva educación basada en la verdad: el «pase largo» que construye juego y penetra el campo en el que hay que llegar a la meta que tenemos enfrente, para abrirla y marcar los tantos vencedores.
En un ambiente relativista, como el que se ha creado en el entorno cultural que vivimos, llega a faltar la luz de la verdad. Este es el drama de la educación hoy: que falta esa luz, que el relativismo ambiental la domina y destruye, que impera la persuasión de que no hay verdad última, de que no existen verdades absolutas de las que no podemos disponer, de que toda verdad es contingente y revisable, y de que toda certeza es síntoma de inmadurez y dogmatismo intolerante. El relativismo imperante en nuestra sociedad, al no reconocer nada como definitivo y cierto, deja como última medida sólo el propio yo subjetivo con «sus» opiniones y sin certezas, con «sus» decisiones o con «sus» propias arbitrariedades, incluso caprichos, y, bajo la apariencia de libertad, se transforma para cada uno en una especie de prisión que lo encierra en sí mismo, porque separa al uno del otro e incapacita para la comunicación con los demás, para lo que es común con los otros, también con los que nos han precedido y nos transmiten lo que es valioso en sí y por sí mismo para vivir. Todo esto, es preciso reconocerlo, está tras el liberalismo económico y financiero tan brutal que nos ha conducido a donde estamos, causa de tanto sufrimiento. Si con toda razón y justicia hay que tomar medidas en la economía hoy, sin esperar a mañana; tampoco, sin esperar a mañana, hemos de dejar de actuar en el campo de la educación, adoptar las medidas necesarias ante la emergencia educativa, de la que es paralela y consecuente la emergencia económica. Hay que adoptar medidas y medios para que la educación ofrezca fines, objetivos y metas humanizadoras integralmente –como hace la Constitución española– y para que ni sólo ni por encima de todo, como quizá pueda estar sucediendo, sea reducida a la mera transmisión de solo conocimientos, o de determinadas habilidades o competencias o capacidades para hacer, pero no para ser. Nos hallamos, pues, ante un partido difícil que, por supervivencia, podemos y debemos ganar juntos, como equipo esforzado y unido, en el que el «pase largo» en profundidad de la educación en la verdad es más necesario que nunca. Estamos, pues, ante una verdadera «emergencia educativa», que es preciso afrontar entre todos. Familia, escuela, Iglesia, Gobiernos, sistemas educativos, fuerzas sociales, maestros, legisladores, medios de comunicación social.... Todos tenemos una gravísima e inaplazable responsabilidad de la victoria final.