G.K. Chesterton no sólo es uno de mis escritores predilectos, sino alguien a quien considero mi maestro en términos intelectuales. Estudiar, con detenimiento, sus obras es como recibir clases particulares de una de las mentes más privilegiadas del siglo XX (y de parte del XIX).

Este sabio inglés -que vivió desde 1874 hasta 1936- es considerado, por muchos, como “el príncipe de las paradojas”; además de caracterizarse por su destreza para alumbrar exquisitos aforismos y alegorías. Fue un magnífico periodista, pero brilló más como escritor. Todos sus talentos literarios los puso al servicio de la apologética, véase de divulgar el pensamiento católico, con un estilo muy didáctico y resabiado de sentido del humor.

Fue una de esas ‘rara avis’ capaces de casar hondura intelectual, talante pedagógico y sana comicidad; de hecho, Chesterton dijo explícitamente que “divertido no es lo contrario de serio”, para, acto seguido, aclarar que “lo contrario de divertido es aburrido”.

Antes de convertirse -y nunca mejor dicho- en un puntal del pensamiento católico, coqueteó, primero, con creencias espiritistas y ocultistas, a la par que se declaraba agnóstico; en los albores u orígenes del siglo XX, empezó a proclamarse públicamente como anglicano; para, en 1922, bautizarse, y terminar, así, por abrazar la fe católica.

De todos modos, cuando publicó su ensayo Ortodoxia, en 1908, ya se podían apreciar visos luminosos de su proceso de conversión; razón por la cual no era descabellado atribuirle, por entonces, el calificativo de ‘anglocatólico’ (por practicar un anglicanismo bastante próximo al catolicismo, pero sin terminar de convertirse). A esto, cabe añadir que H.G. Wells llegó, en un momento, a enfurruñarse con Chesterton por considerarle un católico disfrazado.

Hecha esta presentación, procedo a revelar algunas de las reflexiones del genio inglés, recopiladas por Dale Ahlquist (presidente y cofundador de la American Chesterton Society) en su obra Chesterton: el apóstol del sentido común.

Resulta meridiano, a la par que clarividente (claro y evidente), que el sobrenombre “príncipe de las paradojas” es merecido. De esto, nos damos cuenta cuando somos testigos de razonamientos como que nuestra misión no es ver maravillas, sino apercibirnos de que todo es maravilloso; como que lo importante no es presenciar milagros, sino aprender a discernir que todo es milagroso; y como que todos somos sumamente interesantes, aunque muchos carezcan de interés.

Para asumir como propia esta triada de hermosas paradojas, Chesterton nos alienta a reforzar nuestra capacidad de asombro, puesto que es aquello que nos permite adquirir un sentido común trascendental, ese que trasciende los umbrales de la lógica inmediata; porque hacernos pequeños nos permite identificar que, en todo, se aloja un significado trascendental, postrado con humildad ante el Reino de los cielos.

A la importancia medular de pulir nuestra capacidad de asombro, le incorpora el aprender a acrisolar nuestro talante agradecido; ante lo cual arguye que la gratitud es la dimensión más elevada del pensamiento, puesto que nos permite ver todo como un regalo recibido, como un obsequio realizado por Dios a través de su Gracia (de hecho, en la Eucaristía, se produce el mayor gesto de Acción de Gracias).

A los puritanos o legalistas farisaicos, les recuerda que el verdadero místico es aquel que acepta el misterio y destruye las leyes (esto último en un sentido figurado, naturalmente, ja, ja).

A quienes presumen de su modus vivendi virtuoso, les recuerda lo ilógico que resulta el culto a madrugar, dado que lo importante son los principios que nos empujan a levantarnos pronto. También, recalca que, si Dios se limitase a premiar las virtudes mundanas, a los que les van bien las cosas terrenales, serían los elegidos (algo propio de la llamada teología de la prosperidad, diametralmente opuesta al espíritu de Cristo).

A los que ponen en entredicho la sacralidad del matrimonio, les recuerda que, si esta unión no hubiese sido instaurada, un artista se hubiera ocupado de crearla.

A los que piensan que sus preocupaciones son muy solemnes, les recuerda que se suele hablar con solemnidad de las tonterías y con frivolidad de las cosas importantes.

A quienes simplifican el uso de la razón a la lógica, les recuerda que la verdad contiene paradojas que la sitúan infinitamente más allá de la rígida e inmediata racionalidad; además de que la razón necesita un punto de partida sobre el que ser enfocada (no tiene sentido que se ejercite porque sí, por el mero hecho de utilizarla; la razón por la razón no nos conduce a buen puerto).

Por esto, Chesterton pone especial énfasis en que la verdad es paradójica, al igual que la Cruz de Cristo; paradoja que podemos contemplar en el contraste entre su horizontalidad y su verticalidad.

Estas son algunas de las enseñanzas que atesora el pensamiento de Chesterton. Resulta indiscutible su talento para expresar la doctrina católica con ingeniosas paradojas y excelsos aforismos, todos ellos aureolados en un agudísimo sentido del humor. Sustituyó la fe anglicana por el catolicismo, pero su comicidad nunca dejó de ser británica.