Muchos ven en la Iglesia, sobre todo, la imagen de una mole mineral que resiste a las vicisitudes del tiempo, que perdura y se mantiene pese a todo, con una especie de solemne desprecio a las modas y a los imperios, pero también con una irritante incapacidad para adaptarse y para cambiar. Para bien y para mal, esta imagen domina en el imaginario de "amigos" y "enemigos". Para unos es la causa de su peso y relevancia histórica, para otros, el motivo de su falta de acomodo, de su estar fuera de juego desde hace más de doscientos años.

La reflexión me viene al hilo de la homilía pronunciada por Benedicto XVI en la solemnidad de la Epifanía, en la que utilizó los rasgos de los Magos de Oriente para describir el identikit del obispo. Una vez más el Papa rompe esquemas y desmonta imágenes que por muy repetidas que sean, resultan incapaces de dar cuenta del "misterio de la Iglesia", por decirlo con palabras del querido Henri de Lubac. "El Obispo debe de ser un hombre de corazón inquieto" dice el Papa, "que no se conforma con las cosas habituales de este mundo sino que sigue la inquietud del corazón que lo empuja a acercarse interiormente a Dios, a buscar su rostro, a conocerlo mejor para poder amarlo cada vez más". El corazón inquieto tiene poco que ver con la dureza mineral que insinuaba la imagen del principio, es un corazón que no conforma con lo que ya sabe, con lo que ya tiene, incluso cuando "sabe" la doctrina y "tiene" tantos bienes que se administran en su casa.

"Debe de estar lleno también de una valiente humildad, que no se interese por lo que la opinión dominante diga de él, sino que sigua como criterio la verdad de Dios", añade el mismo día que iba a anunciar la creación de 22 nuevos cardenales. El obispo, el testigo, el guía en el que el pueblo ha de mirarse, no debe temer las habladurías ni debe calcular su fama con los parámetros del mundo. Debe servir a una verdad de la que no es dueño, que nunca posee, comprometiéndose por ella oportuna e inoportunamente... Y sabemos lo que esa inoportunidad ha conllevado a lo largo de la historia, por ejemplo para los obispos Giacomo Su Zhimin y Cosme Shi Enxiang, que llevan más de cuarenta años prisioneros en un lugar desconocido de la inmensa China.

Además el obispo, el padre, el testigo, debe de ser capaz de ir por delante y señalar el camino. No puede esconderse en el grupo, no puede parapetarse en la masa, no puede eludir su juicio, porque debe avanzar primero, a pecho descubierto. Decididamente la imagen de la mole pétrea e inamovible no casa con esta figura que nos ofrecen aquellos Magos que tanto gustan al Papa Benedicto. Estos llegan a final de su camino y se postran para adorar al Niño, algo aparentemente tan inútil para los gobiernos del mundo. Y así el obispo deberá ser el primer adorador, el primero en confiarlo todo a la aparente impotencia del Niño, que es lo mismo que decir a la aparente impotencia del crucificado.
Ese corazón inquieto es un corazón que ama, de modo que habrá de cuidarse en primera persona de la misericordia y la caridad hacia los necesitados y los pobres, en la que se refleja el amor misericordioso de Dios por nosotros. Nueva incomodidad, nueva ruptura de esquemas. Desafiar a la opinión, ir por delante, cuidarse del indigente, postrarse ante un Dios hecho vulnerable en la carne. Ésta es la imagen. Del obispo en primer lugar, de cada cristiano a continuación.

El día de Reyes se discutía mucho sobre el nuevo equilibrio en el Colegio cardenalicio, el número de italianos (engrosado por varios jefes de departamentos de la Curia), la pérdida de peso relativo de los africanos, la lunga mano de Secretaría de Estado... Cosas más sensatas unas que otras, cosas penúltimas en todo caso. Yo me fijo en hombres como Timothy Dolan, arzobispo de la Gran Manzana, capaz de hablar de Cristo en un pub o de polemizar cara a cara con el todopoderoso New York Times; me fijo en el joven Rainer Woelki, llamado a pastorear un Berlín sin muro, pero lleno de fantasmas hostiles a la tradición cristiana; o en el arzobispo de Utrech, Jacobus Eijk, que debe reunir y confortar y enviar al pequeño resto de una iglesia en desbandada. Y pienso que son buenas figuras para mirarse en el espejo de los Magos.

Como lo son aquellos que han probado la dureza despiadada del totalitarismo, como Dominio Duka durante el levantamiento de Praga, o John Tong que debe lidiar con los mandarines chinos en la pequeña parcela de libertad de la península de Hong Kong, o Lucian Muresan, arzobispo greco-católico de Fagaras y Alba Julia, que guarda en su memoria los horrores de la persecución del régimen de Ceaucescu.

"El corazón de Dios está inquieto", concluye el Papa, y hace falta detenerse un momento para comprender la magnitud de lo que está diciendo. Y continúa: se ha puesto en camino hacia nosotros, hacia Belén, hacia el Calvario. Dios está inquieto por nosotros y busca personas que se dejen contagiar de su misma inquietud, de su pasión por nosotros. Son esas personas las que construyen la Iglesia en el tiempo de la historia.

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