Hemos comenzado un nuevo año. Temor y esperanza se mezclan en una unidad confusa. Situación complicada, sangrante en muchos casos, de la que partimos y anhelo por encontrar vías de salida y caminos de futuro. En todo caso, necesidad viva e imperiosa por edificar una realidad nueva. Tiempo de reconstrucción de una casa común y de una nueva sociedad, tiempo de regeneración y de renovación humana, cultural y social, tiempo para alumbrar un proyecto de largo alcance y vocación de pervivencia y futuro, y para hacer surgir una humanidad verdaderamente nueva con hombres nuevos, llenos de esperanza, capaces de superar la situación tan complicada y difícil que estamos atravesando.
Esta reconstrucción, tan urgente como necesaria, hemos de llevarla a cabo entre todos, con el esfuerzo solidario de todos, muy especialmente de los que tenemos fe; pero, por eso mismo, sin olvidar jamás que «si Dios no construye la casa, en vano se cansan los albañiles». Con la certeza además, que no habrá reconstrucción del tejido social, si no se da la reconstrucción y renovación del tejido de las comunidades cristianas, si no se supera una crisis de las mismas, y si no se suscita e imprime en ellas aquella reforma interior que las haga edificarse sobre la roca o el cimiento puesto una vez por todas: el encuentro con Jesucristo. La responsabilidad ante el mundo de hoy ciertamente es grande para los cristianos, aunque no es única, ni mucho menos: una nueva evangelización es el desafío y el reto para los cristianos hoy.
Es urgente y necesario avivar la fe, suscitarla, fortalecerla. No en balde recordaba el Papa, en su felicitación navideña a la Curia Romana, «el núcleo de la crisis de la Iglesia en Europa es la crisis de fe. Si no encontramos una respuesta para ella, si la fe no adquiere una nueva vitalidad, con una convicción profunda y una fuerza real gracias al encuentro con Jesucristo, todas las demás reformas serán ineficaces», todas sus acciones en el tejido social y para la reconstrucción de una nueva humanidad resultarán baldías.
La cuestión principal y decisiva del hombre de siempre, también del hombre de nuestros días, es, con mucho , «creer o no creer en Dios, reconocerlo o no reconocerlo, aceptarlo o no aceptarlo, abrirse o cerrarse a su amor. Dios es el asunto central y definitivo para el hombre y la sociedad. Siempre, y de manera particular en la actual situación, tan complicada y difícil como se presenta, y al comenzar un nuevo año, los cristianos hemos de responder a la pregunta que nos llega como un verdadero clamor desde muchos hombres de hoy y desde experiencias distintas y diversas, a veces tan dramáticas: “¿Dónde está vuestro Dios?”».
Esto reclama de los fieles y comunidades cristianas dirigir su mirada, su pensamiento y su corazón a Dios vivo, avivar la experiencia de Él, fortalecer la fe en Él, orar, esto es, tener «trato de amistad con Él, que bien sabemos nos ama» (Santa Teresa). Son momentos providenciales los que estamos viviendo. En ellos se percibe una llamada honda de Dios a conocerle mejor y responderle con un «si» gozoso a su voluntad en favor de los hombres tan palpablemente manifestada en su Hijo Jesucristo.
Si se pierde el gusto por Dios, si la misma palabra «Dios» significa poco para algunos, si la pregunta «¿dónde está vuestro Dios?» que nos dirige una cultura despojada de la fe, llega a inquietarnos demasiado, ¿no será porque hablamos poco con Dios? «¿Buscas ‘pruebas’ de Dios?: Reza con perseverancia. ¿Buscas fortaleza para una vida esperanzada y justa?: Ora en lo escondido del Padre. Quien se encuentra de verdad con el Dios vivo, se pone en seguida e sus manos por la oración, que surge desde el fondo del alma con un impulso incontenible».
Sin la oración nada podemos hacer, porque nada podemos llevar a cabo sin Dios. Para acercarnos al hombre como buenos samaritanos de nuestro tiempo es necesario orar. La oración es garantía de la recuperación de lo humano, que sólo en Dios encuentra su fundamento y su verdad. Es la mejor, más poderosa y asequible arma con que los cristianos podemos afrontar los grandes o pequeños retos que la vida nos depara. Orar es reconocer la primacía de Dios, su presencia en la historia; comporta reconocer que Dios ama a los hombres, que está con ellos y por ellos, sabe lo que les hace falta y quiere atenderles en sus necesidades. Orar, además, implica manifestar nuestra disponibilidad para asumir y vivir el proyecto que Él tiene sobre nuestra historia, que siempre es de amor y de benevolencia para con todos, singularmente los últimos. Orar entraña implorar de Dios su todopoderosa y misericordiosa ayuda sin la que nada podemos hacer, sin la que no es posible la renovación de la mente y de los corazones, los criterios de juicio y las determinaciones que necesitamos cambiar para que la vida y la situación cambien. Sólo con vidas que se nutren de la oración se llevará a cabo la renovación de la Iglesia y de la sociedad. Este nuevo año, habría de ser un año de oración intensa, así será un año de esperanza: Orar , en esperanza, ante algunos hechos de nuestro tiempo.