El jueves, 29 de diciembre por la noche, la Uno de TVE, emitió un largo programa con pretensiones biográficas sobre mi paisano y amigo, el cardenal don Vicente Enrique y Tarancón, hombre providencial y balsámico, que contribuyó eficazmente a que la transición política de España hacia la democracia, tras la muerte de Franco, discurriera, a pesar de lo que podía temerse, por cauces relativamente pacíficos y esperanzadores.
El programa, que ofrecía una excelente oportunidad para presentar la verdadera personalidad eclesiástica y patriótica del cardenal nacido y crecido en Burriana, (pueblo de personajes famosos, como escribiré algún día, distante sólo a 20 km. de mi Onda natal), quedó reducido a un panfletito sectario, muy en la línea de la memoria histórica zapatera, superficial y episódico, que se recreó en algunos acontecimientos, como el caso Añoveros, más llamativos que decisivos, pero sin entrar en el fondo de los hechos. Además destacan de Tarancón hasta la caricatura, algunos perfiles de su personalidad, como su condición de fumador empedernido, equiparándolo en ello a Santiago Carrillo, lo que no deja de tener su morbo. Ahora va a resultar, al menos por lo que al fosor de Paracuellos se refiere, que el tabaco mata menos de lo que Sanidad dice. Pero detalles pintorescos aparte, tampoco podía esperarse otra cosa de la televisión de los Sacaluga, Fran Llorente, Pepa Bueno y compañía.
Para rematar la faena, aparecieron, al final de la película, un colección de personajes y personajillos, dándoselas de “enterados” sobre el cardenal y su política, cuando es posible que algunos de ellos, no hubiesen cruzado nunca una sola palabra con el purpurado. Sospecho que es el caso del ex cura y ahora enemigo de la Iglesia, Juan José Tamayo Acosta, que viendo el programa me preguntaba qué puñetas pintaba en el tema, a menos que se haya querido evidenciar la orientación del reportaje. Lo mismo podría decirse de Gregorio Peces Barba, masón y protector de Tamayo, y otros “expertos” taranconistas que desfilaron por el programa. De todos ellos, únicamente el padre Martín Patino podría haber hablado largo y tendido de nuestro hombre, ya que fue su vicario general en la archidiócesis de Madrid, mientras el cardenal se dedicaba a la alta política, según exigían los tiempos. Pero el jesuita se mostró cauto y parco en palabras, o así lo presentaron. Más locuaz apareció el cura periodista, Jesús Infiesta, al que ví por primera vez ¡con alzacuellos! y que años atrás escribió una semblanza de don Vicente, perfectamente matizable. De todos modos, mucho más documentado que el resto de los opinantes.
La falta de objetividad y ponderación de programas de esta clase proporciona munición a los integristas que todavía son. Esos que culpan a Tarancón de todas las plagas y desdichas que sufre la Iglesia española de nuestros días. Tengo para mí, que ni los progres laicista y tendenciosos, ni los católicos que viven en un pasado que no volverá, entendieron ni entiende al cardenal de la transición. En último término se limitó a ser un fiel ejecutor de la “política” vaticana para España, que dirigía el cardenal Benelli bajo el pontificado de Pablo VI. Tarancón fue siempre y en todo momento un obispo siempre al servicio de la Iglesia y las disposiciones del Papa. Nunca obró por su cuenta, sino que actuaba al compás de la música que tocaban desde Roma. Por consiguiente, si se le quiere culpar de algún yerro, mejor harían los críticos, en la medida que deseen dar en el blanco de la diana, elevar el punto de mira.
Hubo un momento en que las alturas vaticanas entendieron que la Iglesia debía distanciarse del régimen de Franco, y encargaron a Tarancón el delicado trabajo de romper amarras, sin causar demasiados estropicios. Cierto que Franco, con su victoria militar, evitó el exterminio físico de la Iglesia, como perseguían, sin reparar en medios, por criminales que fueran, todos los integrantes del Frente Popular, circunstancia que pasa por alto la película en cuestión, mientras destaca tropelías del bando nacional. Pero si aquello fue cierto, no fue menos cierto que el régimen franquista sometió a la Iglesia a una servidumbre y sometimiento totales, privándola de libertad de movimientos si no eran acordes con los cánones del llamado Movimiento Nacional. Franco había restablecido el estricto regalismo del muy católico Carlos III que estuvo en el origen de la expulsión de los jesuitas en 1767, si bien restableció los privilegios que los Borbones habían otorgado a la Iglesia, pero también los peajes que tenía que pagar por ello, como el derecho de presentación para el nombramiento de obispos residenciales.
Roma preveía, con buen ojo avizor, que un régimen político tan personal como el de Franco, estaba llamado a desaparecer rápidamente en cuanto faltara su creador, de manera que había que adoptar medidas con antelación para evitar que su caída arrastrara consigo a una Iglesia tan enfeudada y sumisa, logrando de algún modo mayor independencia y libertad de movimientos para trazar su propio camino. De este proceso, tan complicado y fino, tuvo que ocuparse, por encargo expreso de Roma, el habilidoso y obediente a las sugerencias pontificias, cardenal Tarancón, objeto aún hoy, de ataques groseros y furiosos por parte de unos, y de alabanzas envenenadas, sectarias y maniqueas por partes de los otros. El “burrianero”, como diríamos en La Plana, que no ignoraba que había llegado a ser el obispo más joven de España merced a la venia de Franco, también era consciente que no se había “casado” para toda la vida con el llamado Caudillo y su régimen. Él no tenía más compromiso perpetuo que con la Iglesia, y éste lo mantuvo siempre con absoluta fidelidad y valentía.
Hombre de carácter abierto y dialogante, promovió, junto a Quiroga Palacios y Bueno Monreal, primero la llamada asamblea conjunta de obispos y sacerdotes de 1971, hecho insólito y nunca repetido, y de la que no dice ni mu la infumable película. Dicha asamblea tuvo por objeto escenificar, si no la ruptura con el régimen, sí establecer distancias con el mismo y poner de relieve el cambio de posición de una Iglesia, orientada ya hacia el posfranquismo. Tarancón se dedicó con el tiempo a dialogar con unos y otros, hasta con los enemigos otrora más encarnizados de la fe, garantizando la neutralidad política de la Iglesia y exigiendo a cambio libertad para ejercer su ministerio, en un clima de respeto mutuo y colaboración en lo que fuera procedente, entre Iglesia y Estado. No volvería por tanto a recrearse la CEDA, al menos desde la jerarquía eclesiástica, ni se apoyaría ningún tipo de democracia cristiana, aunque Gil Robles (hijo) y Ruiz Giménez, lo intentaron. Los tiempos, evidentemente, eran otros.
Por fin, después de muchos siglos, la Iglesia española conseguía liberarse de toda clase de tutelas políticas, pero también limitarse a su función específica, dentro de una sociedad libre y plural. La Iglesia ha cumplido escrupulosamente las promesas echas a los políticos, mientras que otros, en particular los marxistas de rancia solera y los políticos masonizados, mantienen en pie de guerra sus añejas obsesiones anticlericales. Es la diferencia entre quienes entienden los signos de los tiempos y los que caminan hacia atrás como el cangrejo, tal que el autor de la peliculita que comentamos y los que todavía mangonean TVE. ¿Hasta cuándo tendremos que soportarlos con nuestros impuestos?