En aquella Palestina del siglo primero también se propagaban los virus microscópicos y mortales de necesidad porque no había vacunas. De hecho, no había ningún remedio contra aquellos enemigos invisibles. Puestos a buscar razones, los efectos de su propagación se achacaban a pecados vergonzantes, también a pecados cometidos por los antepasados, una venganza divina según los escribas, la peor jugada que se le habría ocurrido a Yahvé en compensación de los delitos del Pueblo Elegido: unos pagaban los platos rotos de otros, aunque a aquellos no pudiera achacárseles ninguna responsabilidad de los desmanes que llevaban a la infección.
No debía ser cómodo formar parte de aquel mundo, en el que un constipado mal llevado tenía consecuencias imprevisibles, todas ellas malas. Los vecinos de aquel rincón despreciado del Imperio desconocían los efectos de un estornudo, así que ni los sabios encontraban explicación a la sucesión de caídos en el clan familiar. Por supuesto, nadie proponía el uso de las mascarillas ni de gel hidroalcohólico, ni de lavarse concienzudamente las manos por razones preventivas, aunque ese fregoteo meticuloso sí que formara parte de la costumbre, pero costumbre religiosa. Gracias a lo estipulado por el anciano Moisés, los judíos se convirtieron en la civilización más higiénica de la antigüedad.
Las aldeas de la vieja Israel eran pequeñas y abigarradas, sin desagües ni alcantarillas. Y las casas, sencillas, de una sola planta, sin jacuzzi, piscina ni otras lindezas. Los pobres –es decir, casi todo el censo– las compartían con el ganado, aunque llamar ganaderos a aquellos labradores que apenas llegaban a mediados de mes sea una hipérbole de primera, pues las bestias eran contadas: una oveja y dos cabras; una cabra y dos ovejas; tres cabras; tres ovejas y quien disfrutara de un golpe de suerte, un borrico de segunda mano a punto de caducarle la ITV.
Aquella convivencia con los animales domésticos era, por supuesto, origen de muchas enfermedades. Los veterinarios y albéitares estaban para otros menesteres: para atender las cuadras y establos de los palacios, descontando que hasta los tratamientos al caballo de Herodes y del pretor romano no iban más allá de una sangría, la limpieza de la ranilla o el recorte del sobrante de la pezuña. Así que cuando llegaba la tuberculosis caprina, la tosferina ovejera, el moquillo jumentero, la toxoplasmosis gatuna o la tiña perruna, los vecinos de Judea, Galilea, Perea y otras provincias sabían que se exponían a un triste final.
Creo que no termina de asombrarnos que Dios escogiera ese terreno, aquel tiempo, tal paisaje, semejante gente y aquellos virus para poner en pie el milagro de los milagros. Así somos, cortos de miras, quizá porque la lógica del Cielo nos desarma. El Padre no decidió que el Evangelio se ambientara en las urbanizaciones con campo de golf, ni en los pisos que se asoman al paseo marítimo, ni en la cercanía de un hospital del grupo Quirón, ni en un unifamiliar ibicenco protegido por seis pinos piñoneros, ni en una casa reformada de montaña lista para aparecer en una revista de decoración, ni en el gas en cada piso, ni en el suelo radiante ni en las Vélux que nos brindan la luminosidad del cielo. No; en sus planes no hubo jardines japoneses ni terrazas enlosadas, porches ni barbacoas. Tampoco dispuso un lugar desinfectado para el que –estamos todos de acuerdo– fue el más importante parto de todos los siglos.
El Hijo del hombre, que es lo mismo que decir el Hijo de Dios, que es lo mismo que decir el Nuevo Adán, que es lo mismo que decir Jesús, que es lo mismo que decir Dios, convivió desde niño con toda la baraja de los peores virus. Él fue testigo de cómo se llevaron por delante a parientes y amigos, a puñados de niños en Belén, Nazaret y demás lugares. Además de los virus, las bacterias, los parásitos y toda clase de porquerías contagiosas que se servían de cualquier vehículo propagador, fueron el caldo de cultivo por el que anduvieron sus santísimos pies. Aquel pequeño que era divinidad y humanidad al mismo tiempo, correteó y brincó entre ellos. Hizo suyos los males que acogotaban a sus vecinos: lepra, malaria, neumonía, quistes, tuberculosis, erupciones, cólera, tumores, herpes, disentería, infecciones…, pan nuestro del mundo antiguo que trocó en un Padre nuestro que nos eleva de la enfermedad y las limitaciones, de la sombra de la muerte, a la esperanza de una eternidad dichosa.
Publicado en Woman Essentia.