Hace una semana o poco más dimos la noticia, aquí en ReL., del fallecimiento del cardenal norteamericano John Patrick Foley, durante muchos años, como arzobispo, presidente del Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, y al que serví, en cierta ocasión, de chofer o taxista privado durante un día que terminó de manera accidentada.

A mediados de los años ochenta se celebró en Madrid algo así como un consejo europeo de comisiones episcopales de Medios de Comunicación Social (MCS). Vino desde Roma a presidirla monseñor Foley. La comisión española, organizadora del evento, la encabezaba don Antonio Montero, que cada vez que necesitaba a un peón de brega, echaba mano de este humilde escriba, porque igual le servía para un roto que para un descosido. Yo tenía entonces un Crysler de segunda mano (nunca he tenido un choche nuevo) muy aparente, de color rojo encendido y cambio automático, que daba el pego.

Montero me citó tempranito para recoger ambos en la Nunciatura a Mons. Foley y llevarlo al Hotel Chamartín, dentro del complejo de la estación ferroviaria madrileña del mismo nombre donde se iban a celebrar las sesiones de trabajo. Me encargó hacer de chofer del presidente del citado Consejo romano mientras estuviese en Madrid, imagino que para ahorrar a la Conferencia Episcopal el importe de los taxis. Dejé el coche en el aparcamiento de la estación y esperé “órdenes”.

Como acto final de la jornada estaba programada una conferencia de Mons. Foley en la sede de la Editorial Católica, propietaria del diario “Ya”, en la calle de Mateo Inurria, 15, a donde debía de trasladarlo. Paro cuando fui a recoger el vehículo, éste había desaparecido. Avisé del contratiempo a Montero para que echara a mano de otro conductor y yo me puse a rebuscar por todas partes, pero sin éxito. Encaminé mis pasos a mi domicilio, ya de noche, y cuando llegué a casa la familia estaba mucho más informada que yo de lo sucedido. Resultó que un par de mozalbetes había sustraído el coche, y como no dominaban el cambio, fueron avenida de la Castellana abajo dando bandazos y chocando lateralmente con todos los vehículos que se ponían a su alcance hasta que se metieron a lo loco en la explanada de los Nuevos Ministerios, dejando abandonado el coche y dándose a la fuga. La Guardia Civil de “puertas” en el ministerio de Obras Públicas (hoy Fomento), que vio toda la operación, avisó a mi casa. Inmediatamente se presentaron allí mi mujer y mi hijo Pablo y vieron que el vistoso Crysler había quedado para el desguace.

La cosa no hubiera tenido mayores consecuencias que los habituales partes a las compañías de seguros, ya que no se habían producido daños personales, pero la Mutua Madrileña, aseguradora de uno de los perjudicados, presentó denuncia contra mí como propietario del vehículo “agresor” y allí empezó un largo proceso judicial enojoso, sañudo y amenazante, ya que la denuncia cayó en manos de un juez de primera instancia “progresista”, de cuyo nombre no quiero acordarme, que en cuanto advirtió que el tema podía salpicar a mitrados, curas y periodistas meapilas, entró a saco. Montó primero una rueda de reconocimiento, en la cual el único que tenía el pelo totalmente blanco y llevaba gafas, era hoy. Los demás eran más morenos que el sobaco de un gitano. Por supuesto, a la señora que debía identificarme, debidamente aleccionada, no le costó ningún trabajo en señalarme como conductor del Crysler. Luego pretendió que testificara mons. Foley, cuya pretensión no prosperó, dada su condición de ciudadano del Estado del Vaticano; don Antonio Montero, que lo hizo por escrito; algún que otro cura, como Manuel de Unciti, y más de un colega, que manifestaron todos que en el momento de los hechos yo me hallaba en las reuniones citadas. Entonces malamente podía conducir mi coche ni ningún otro.

Visto que no podía sacar agua de un pozo que estaba seco y corría el riesgo de hacer el ridículo, abandonó la vía penal en la que se había metido y redujo la causa a un juicio de faltas, que tampoco prosperó. Resultó que el día del juicio, en no sé qué juzgado que no recuerdo, uno de los testigos de la parte acusadora, es decir, la Mutua Madrileña, llegó tarde, de modo que no hubo tiempo de “instruirle” debidamente. Llamado a declarar el juez preguntó si me reconocía como el conductor del vehículo causante de los estropicios. El testigo respondió muy seguro: “¡Qué va!, si eran dos chavales jóvenes que no sabían conducir” y allí acabó la farsa judicial que me tuvo mareado durante más de años. Todo porque era secretario de la UCIP (Unión Católica de Informadores y Periodistas de España) y me hallaba prestando un servicio a la Iglesia. Debo añadir que ahora estoy asegurado, desde hace diez años, en la Mutua, aunque todavía me pregunto por qué demonios sigo en ella si me trató con tanta malicia, a sabiendas que no le asistían las pruebas ni razón.