No es usual la presencia de banderas nacionales en la basílica vaticana, como aconteció durante la celebración papal por el bicentenario de la independencia de los países latinoamericanos y caribeños. Por lo tanto una circunstancia singular, que no da lugar a sospechas de nacionalismos, históricamente ajenos a la tradición católica, sino que más bien confirma su enraizamiento secular en aquella inmensa parte del mundo donde hoy vive casi la mitad de los fieles en comunión con la sede romana.
De este modo “la Iglesia de Dios que está en América Latina —dijo el cardenal Marc Ouellet saludando al Papa— se siente particularmente acogida y presente en el centro de la catolicidad, construida sobre la roca sólida de Pedro”. E inmediatamente se hizo eco del purpurado —que conoce bien la realidad del continente— el caluroso aplauso que acogió el anuncio de Benedicto XVI de su próximo viaje a México y a Cuba antes de Pascua.
Se subraya así otra realidad evidente, pero que muchos ignoran por desatención o, a veces, por mala fe: la Iglesia no es eurocéntrica y la mirada del Papa Benedicto XVI recalca cada vez más su dimensión universal y capacidad de arraigar en cada cultura. Precisamente éste es el efecto más profundo y duradero de la evangelización de América, "más allá de los aspectos históricos, sociales y políticos de los hechos", como puntualizó el Papa.
Y además tal es el significado del viraje, tan inteligente como valiente, que llevó a la Santa Sede al reconocimiento más bien rápido, ya durante los pontificados de León XII y de Pío VIII, de las realidades nacionales constituidas en América meridional. Allí, algún año antes, entre 1823 y 1825, había viajado —durante una larga misión que llegó hasta Chile— el joven Mastai Ferreti quien, hecho Papa en 1846 con el nombre de Pío IX, resultó ser el primer sucesor de Pedro que había puesto un pié en el nuevo mundo.
La historia contemporánea de la Iglesia católica —desde el primer concilio plenario celebrado en 1899 en Roma a las grandes asambleas de los episcopados latinoamericanos que se sucedieron a partir de 1955— debe mucho al continente que, con razón, ha sido definido "de la esperanza"; visitado en 1968 por Pablo VI, varias veces por Juan Pablo II y ahora por su sucesor. Quien en la celebración por el bicentenario, colorida por las banderas, dio gracias sobre todo por el don de la fe en Cristo, fruto de la Virgen, venerada en América como la Morenita del Tepeyac. Y ante su imagen los católicos han vuelto a rogar al Señor de la historia, fundamento de la dignidad de todo ser humano, para que les sostenga en el camino fatigoso y apasionante de la vida.
Giovanni Maria Vian, director de L´Osservatore Romano