A lo largo de las dos últimas campañas electorales, las autonómicas y municipales en mayo, y las generales en noviembre, hemos oído hasta la hartura el debate de “lo” público frente a lo privado o, quizás más precisamente, la gestión pública de los servicios sociales frente a su gestión privada. Este debate se centra de manera especial en el área de la enseñanza, pero sin orillar la sanidad, los transportes colectivos y otros servicios básicos.
Los partidos de izquierda y sus esporas sindicales, así como algunos sindicatos “profesionales”, defienden a capa y espada la gestión directa de “lo” público por los servicios estatales, que dan por supuesto que son altruistas, generosos y desprendidos, sólo interesados en hacer el bien a los demás. Algo así como Hermanas de la Caridad, pero sin toca. Hermosa fábula que, sin embargo, no tiene reflejo en la realidad.
Los sindicatos, como todo hijo de vecino, vela sobre todo por sus intereses particulares, por los beneficios personales de sus miembros, en particular de sus dirigentes, por su cuota de “mando”, por la porción de poder a la que se consideran con derecho dentro del pastel del Estado por su condición de “agentes sociales” que se tribuyen a sí mismos.
Los sindicatos, en estos tiempos, tienen el hábitat “natural” de su “negocio” en las empresas y servicios públicos. Si tuvieran que ganarse la vida en el mundo de la empresa privada, hace ya muchos años que hubieran echado el cierre al tenderete sindical, por improductivo e innecesario. Sin sindicatos “de clase”, los conflictos de intereses entre capital y trabajo se resolverían en los bufetes de abogados representantes de las partes, en laudos arbitrales o, en último término, en los tribunales de justicia aliviados de las leyes fascintonas promovidas por el nacional-sindicalista José Antonio Girón de Velasco, que aún subsisten en el decrépito derecho laboral español. Un derecho laboral que favorece la formación de sindicatos de grupos profesionales mínimos, numéricamente insignificantes, pero privilegiados y situados en puntos vitales de la actividad económica y social, que permite a un “sindicato” de cuatro gatos chantajear al país entero en fechas claves, como vienen haciendo un año sí y otro también los pilotos del SEPLA, o hacían los controladores aéreos, o hacen los conductores del Metro de Madrid, privando a los ciudadanos de derechos fundamentales y secuestrando la libertad de los usuarios.
Por último, a los usuarios de los servicios sociales, qué más nos da que su gestión se pública o privada. Si la pública fuese más barata y eficiente, la elección no tendría duda, pero sucede siempre al revés. ¿Acaso nadie se acuerda del inmenso fracaso y ruina económica que supuso el INI (Instituto Nacional de Industria), paradigma de empresa pública y autarquía nacional? Una quiebra monumental que se llevó por delante los ahorros de jubilación de millones y millones de españolitos, depositados de manera forzosa en las mutualidades laborales, financiadoras del invento. ¿Empresas y gestión pública de los servicios sociales? No, gracias. Yo ya sufrí la quiebra de todo un sistema de previsión a manos de los socialistas de aquel régimen. Al final de mis días no quiero pasar por el mismo trance a manos de los hijos o nietos de aquellos “benefactores sociales”, aunque los de ahora no lleven camisa azul ni levanten el brazo, aunque sí el puñete..., todavía.