Celebramos la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, el día de la Purísima. Es un hecho que tiene, ya desde muy antiguo, una resonancia muy especial en las tierras de España. No es extraño; no en balde es su patrona. ¿Por qué? Sencillamente porque en la primera criatura donde sobreabundó la gracia y el don del amor de Dios que nos es dado por la encarnación de Jesucristo es en la Santísima y Purísima siempre Virgen María, la toda limpia, la que ni siquiera rozó y mucho menos tocó y se quedó el pecado primero. María permanece ante Dios y ante la humanidad como la señal inmutable de la elección por parte de Dios sobre los hombres.
Esta elección irrevocable es más fuerte que toda experiencia amarga del mal y del pecado, de aquella enemistad con que ha sido marcada la historia de los hombres por el príncipe de la mentira. ¡Qué esperanza! Todo puede ser salvado y redimido, vivificado y llenado de esplendor de verdad, amor y belleza. Esta elección nos hace percibir la dignidad y grandeza tan profunda del hombre y su destino, nos hace percibir que la vida siempre tiene un destino. No cabe el desaliento o la desesperanza; hay un futuro para el hombre, ya está brotando. En María, tierra fecunda, ya ha brotado, ha germinado el Salvador. La tierra ha dado su fruto, nos bendice, el Señor nuestro Dios. En María, virgen fecunda, puerta del cielo siempre abierta, ha aparecido ya, como aurora luminosa, la victoria definitiva, sin vuelta atrás, de nuestro Dios sobre el mal, que nos envuelve y con el que nacemos, y a veces lo preferimos al bien.
No le damos importancia al mal. Nos parece lo más natural. Vivimos unos momentos en que no se sabe lo que es el mal o se piensa, engañados, que apenas hace daño el hacerlo. El mal envenena siempre al hombre, lo destruye siempre, lo degrada siempre, lo envilece y humilla, lo empequeñece, no lo hace más grande, más puro y más rico, sino que lo daña, lo hace cada vez más bajo y quebrado. María Inmaculada, sin embargo, es lo más contrario al mal; más aún, es la victoria sobre el mal, la aparición del bien y de la santidad, de la vida del hombre como Dios la quiere, es decir, de la vida de aquellos que buscan el bien, lo hacen y lo siguen donde únicamente se puede encontrar como en su fuente: en Dios. En el día de la Inmaculada, mirándola a Ella y acogiéndola, deberíamos aprender esto: que ser invadidos por Dios, llenos de su gracia y de bien, plegarnos enteramente a Dios, ser de Él y para Él, acogerle a Él y su don, obedecerle y confiar plenamente en El no nos quita nada de nuestra libertad y alegría, no perdemos nada de libertad ni en tristeza caminamos. Todo lo contrario. Es muy seguro y cierto, si nos fijamos en María Inmaculada, hacer el bien; obedecer a Dios es fuente de alegría y de libertad. Sólo quien se pone totalmente en manos de Dios, como Ella, halla la verdadera y plena felicidad de la verdad, la alegría que nada ni nadie puede arrebatar, el gozo grande de vivir, la verdadera libertad, la amplitud grande y creativa de la libertad del bien y para el bien. Quien acoge a Dios se deja conducir por Él, confía en Él, le obedece, o se encamina hacia Él, no se hace más pequeño, sino más grande, porque, gracias a Dios y junto con Él, se hace grande, se hace divino, llega a ser él mismo en verdad, lleno de plenitud y de amor; no se contenta, además, con una vida mediocre, no se sume ni en el vacío de la nada, ni en el nihilismo del disfrute fugaz del aquí y del ahora.
El hombre que se pone en manos de Dios como la Virgen María no se aleja de los demás retirándose a su salvación privada e individual; al contrario, sólo entonces su corazón despierta verdaderamente y él se transforma en alguien que sólo piensa en amar y dar lo mejor a los demás, que se haga la luz, que se implante en el derecho y la justicia, que reine en el amor y la paz, que Dios sea en todos y con todos. Cuanto más cerca se está de Dios, cuanto más y totalmente está Dios en nosotros, ése es el caso de María por ser inmaculada y por ser la Madre de Dios, morada de Dios, tanto más cerca se está de los hombres y se busca su favor. Nunca una criatura humana ha dado tanto y ha amado tanto a los hombres como en el «sí» dado a Dios por la toda santa y purísima María, nunca nadie ha hecho nada más decisivo para la suerte, la unidad, la paz y la esperanza de los hombres como en ese «sí» de María en la Encarnación; nadie se ha sentido más solidaria y cercana a los hombres, ni ha hecho más por todos ellos, en todos los tiempos y lugares y sea cual sea su condición, que María. Necesitamos seguir a María, escuchar y ver lo que Dios hace en Ella y por Ella. No hay que tener ningún miedo, y dejar que Dios actúe en nuestra vida: seremos y nos reconocerán dichosos, estaremos cerca de los hombres, con el auxilio, de su gracia que nunca falla, edificaremos la nueva civilización del amor, de Dios que es Amor, sin el que no hay futuro para el hombre, ni hombre de futuro. Ahí está la esperanza, la esperanza que vemos en Santa María Inmaculada, la esperanza que está en María, esperanza nuestra: en Ella brilla, agraciada por la santidad desde el primer momento, la aurora naciente de la salvación, de la vida eterna, de Dios con nosotros y para siempre; en Ella brilla la aurora que alumbra el nuevo día de Jesucristo, esperanza única, presencia irrevocable y sin retorno del amor infinito de Dios en favor de todos y cada uno de los hombres y naciones. ¡Madre, Purísima, ruega por España, intercede por la humanidad entera!