La semana pasada me refería al inicio del Adviento sin olvidar la situación que estamos viviendo, en un momento muy concreto de nuestro país, tras unas elecciones generales. Si bien es verdad que uno siente una cierta tentación de referirse a ello, prefiero trascender el momento, pero teniendo muy presente la realidad. Al comenzar el Adviento miro nuestro mundo, nuestra sociedad española, y el panorama que nos ofrece. El mundo de hoy parece empeñado en silenciar y ocultar a Dios, en olvidarse de Él, afanado por hacer todo por sí mismo y solucionar él solo los problemas. Hasta opinan algunos que la fe cristiana ya no tiene sentido hoy.
Mirando a nuestro entorno, es preciso reconocer síntomas graves que denotan un cierto desplome. A veces se siente la impresión de que la conciencia cristiana en el mundo o en nuestra sociedad se ha debilitado de manera notable, como muestra la falta de vitalidad misionera y evangelizadora de gran parte de los cristianos: no se propone, reconozcámoslo humildemente, a los demás, con el ardor, la valentía, la libertad, la convicción y el entusiasmo que se requiere la fe cristiana, el Evangelio; o se propone tímidamente y desprovista de toda su fuerza, viveza y originalidad. La fe se encierra en la privacidad, en el ocultamiento, sin que se note demasiado su novedad y su, siempre actual, aportación propia y decisiva a la vida y al futuro de los hombres; como si se desconfiase de la misma fe y de su fuerza y luz para vivir y caminar.
En nuestro país, la tradición religiosa y moral cristiana –a pesar de conservar aún vivas sus raíces, más de lo que parece– ha estado fuertemente zarandeada y acosada, dejando, no podemos negarlo, sus heridas y huellas, sus debilidades.
A Dios se le ha silenciado sistemáticamente en la vida de los hombres y en el ámbito social y cultural: se vive como si Dios no existiera. Este silenciamiento y olvido de Dios es el acontecimiento más grave que ha podido suceder a la humanidad de nuestro tiempo. No hay otro hecho que se le pueda comparar en la radicalidad y en lo vasto de sus consecuencias deshumanizadoras y de quiebra moral.
La misma familia era el cauce normal por el que se transmitía la fe y la tradición cristiana; por consiguiente era –siempre será– el lugar básico en el que el individuo asimilaba una determinada forma de ver la vida y de conducirse en ella, en la que se habían sedimentado elementos de la fe cristiana y de sabiduría humanista y popular. Ahora los padres o han renunciado a formar lo básico de la personalidad humana de sus hijos conforme a hondas convicciones cristianas, o se ven impedidos por diversos factores, o no saben qué hacer.
Todo ello se refleja en el duro panorama, sobre todo de quiebra moral y antropológica, al que ahora nos enfrentamos y ante el que no cabe sucumbir en pesimismos o en lamentos. Esta situación puede ser un acontecimiento de gracia que nos haga despertar: estoy convencido de que ya nos está despertando y moviendo.
En todo caso, aunque sea reiterativo, es urgente apelar una vez más a que todos, especialmente la comunidad cristiana, hagamos posible la necesaria regeneración moral y la superación ya, de una vez por todas del relativismo, que nos envuelve y destruye. «No podemos permitir que la situación de deterioro y vacío moral se perpetúe, como si ese tuviese que ser el destino inexorable de nuestro pueblo», o como si fuese una cuestión secundaria y de algún modo privada. «Menos aún podemos dejar que tantos hombres y mujeres, sobre todo los más jóvenes e inermes sucumban ante el deterioro moral». Pensando en los cristianos, que somos la mayoría, lo importante es que llevemos «una vida digna del Evangelio de Cristo», que nos mantengamos firmes en el mismo espíritu y luchemos, sin temor, «juntos como un solo hombre por la fidelidad a Él», y que nos mantengamos «en un mismo amor y un mismo sentir» y valoremos, en fin, «todo cuanto hay de verdadero, noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y digno de elogio» (cf. Flp. 1, 27-30; 4,8) . Con estas palabras de San Pablo, se nos invita «a la concordia, a la atención generosa al prójimo, a la integración en nuestra vida de la virtud como único camino realista a la felicidad, que es la suprema aspiración humana». Asimismo se nos invita a «que realicemos la verdad en el amor, pues el amor y la verdad nos harán libres» (Conferencia Episcopal, «La verdad nos hará libres», 1992).
El momento es apremiante; es necesario estar muy en vela y despiertos, allanando y enderezando caminos. Y junto a ello, es imprescindible que los cristianos, que las comunidades cristianas oren: oremos por España. Es necesaria, urge y apremia la oración por nuestra Patria; sin la oración, sin Dios, nada será posible edificar. ¿Por qué no convocar una jornada y un tiempo de oración por España, que tanto lo necesita, y que es tan propio de la Iglesia? Si Dios no edifica, en vano nos cansaremos por edificar y reconstruir tanto como está derrumbado o caído. No es echar balones fuera, ni una salida in extremis, ni menos desentenderse de lo que nos pasa. Es la manera más realista, empeñativa y comprometida de actuar de los cristianos en estos momentos.
España necesita la oración de todos más que otras muchas veces. Es la hora de la verdad; y, en la hora de la verdad, la oración cuenta más que nada.