Las ansias de dar con la verdad mediante la voluntad colectiva ha sido una de las cosas más dañinas que han penetrado jamás en nuestras sociedades, que por el paso del tiempo creyeron progresar y encontrar en esa traza de gobierno la solución universal a todos los problemas. Parece mucha casualidad que haya coincidido el domingo de Pentecostés con unas elecciones, o tal vez no. Llegan los comicios y es indefectible acordarse de la invocación salvadora de las urnas. Como si las matemáticas fueran la clave de toda decisión política certera.
Pentecostés es el clímax teologal de un itinerario correcto, es decir de un camino trazado por y para la Verdad, trazado nada menos que por Dios para meter en vereda a los humanos. En paralelo está la absurda creencia en la inmanencia verdadera del espíritu grupal. La ceguera que va guiando a los hombres en un lamentable peregrinar social a ninguna parte. No importan todas las calamidades que acontezcan, ni todos los errores, ni todas las majaderías, ni todas las aberraciones, ni todos los sobornos, ni todos los despropósitos: el mito de las urnas siempre puede con todo, siempre tiene razón en su perenne profecía no cumplida.
Cristo se encontró con hombres de poca fe (como Tomás), que necesitaban no solo una verdadera razón (además de una razón verdadera) para creer, sino, en el colmo de su incredulidad, necesitaban ver. Los creyentes del sufragio no necesitan ni la razón ni la vista, no les falta ver para creer, les basta con ejercer su vanidad plebiscitaria el día señalado. El sufragio es el velo que les hace darse por satisfechos en su eterna desdicha. Lo cual nos revela cuán realistas eran los apóstoles y seguidores de Cristo. Aquellos necesitaban y pedían pruebas. Eran hombres corrientes, en contrapunto a los que se dejan llevar por la corriente. Solo allí podía desembarcar el Espíritu Santo. La verdad se revela a los hombres que están preparados para ella. Hombres de racionalidad sencilla y sentidos exigentes, pero que viven a corazón abierto. Los apóstoles esperaban lo esperado, que para otros era lo inesperado. Porque Pentecostés, entre otras cosas, refleja la espera y humilde observancia del hombre hacia la Verdad. En ese sentido, el propósito pentecostiano de la democracia denota la irracional confianza en adivinar la verdad a través de una masa electoral que acude a las urnas con vocación de Harry Houdini. La sempiterna invocación de un paráclito para las urnas.
La democracia contemporánea cumple todos los males teologales que condenan a la sociedad a su particular salto al vacío con la invocación de un ente colectivo advenido para arreglar las cosas a través de los comicios. Es la democracia heredera de la libertad gnóstica del liberalismo: gnosticismo, superstición, y advenimiento del hombre masa; los tres elementos de ese intento de Pentecostés a la civil. Allende a las elecciones, caciques y demagogos (así los llamaba Maeztu) esperan a su eufórica masa de votantes, e incluso a los pobres diablos dispuestos a vender su voto por un puñado de monedas o de sustancias psicotrópicas.
Pentecostés y las urnas de nuestra era distinguen a los hombres corrientes de la corriente que arrastra a los hombres a la caza de su particular paráclito. Tan imperceptible delirio colectivo no salta a la vista salvo para el hombre corriente, aquel que fue convocado en Pentecostés, curado de espanto, de Houdinis, y de la barrabasada democrática del Pretorio.