Uno de los consejos que yo daría a cualquier persona es coger papel y bolígrafo y tratar de contestar a esta pregunta: ¿para mí cuál es el sentido de la vida, en especial de mi vida? Recuerdo que la idea me la dio una mujer. Me dijo: “Cuando era adolescente, un día en clase nos pusieron una redacción con esa pregunta. Fue, me dijo, la redacción más breve de mi vida. Literalmente cuatro palabras: Amar y ser amada”. Y añadió: “Una de mis compañeras, que se hizo monja misionera, me dijo: ‘No sabes cómo tu redacción ha influido en mi vida’”.
Sobre esto he leído esta frase del cardenal Van Thuan, que me convence también plenamente: “La felicidad de una persona no depende de la riqueza o de la posición social, sino del amor que fundamenta toda su vida”. Es decir, hay una relación directa entre amor y felicidad, como también existe esa obligación que sentimos todos de hacer el bien y evitar el mal.
Cuando tengo esto presente, no puedo por menos de recordar la frase de Hechos 10,38, cuando Pedro, hablando en casa de Cornelio, dice: “Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él”.
Pasó haciendo el bien: con esta sencilla frase, Pedro nos resume lo que fue la vida de Jesús, y si nosotros nos sentimos concernidos por el llamamiento que Jesús hace repetidas veces a sus discípulos y por tanto a nosotros en los evangelios (“Tú, sígueme”: Mc 1,16-20; 2,14; 3,13; etc.), es indudable que tenemos que interrogarnos sobre de qué modo concreto voy a hacer el bien si me he propuesto seguir a Jesús.
En su aparición del 25 de diciembre de 1992 en Medjugorje, la Virgen hace unas indicaciones que pueden iluminar sobre lo que para mí es el sentido de la vida: “Abríos al plan de Dios y a sus designios, para que seáis capaces de cooperar con Él a la paz y a todo lo que es bueno. No os olvidéis que vuestras vidas no os pertenecen, sino que son un regalo con el que debéis llevar a la felicidad a otros y conducirlos a la vida eterna”.
Abrirnos al plan de Dios. Lo que tengo muy claro, gracias a Dios, es que estoy aquí para algo. La frase de Yahvé a Jeremías: “Antes de que te formara en el vientre te conocí, antes de que tú salieses del seno materno te consagré” (Jer 1,5) nos dice que todos nosotros hemos venido a este mundo con una vocación, con un plan de Dios para cada uno de nosotros, y ese plan no es otro sino que realicemos en nuestras vidas el mandamiento del amor a Dios, al prójimo y a nosotros mismos, aunque cada uno tiene su modo concreto y distinto a los demás de realizarlo. Aquí hemos de convencernos de que como Dios nos quiere infinitamente, si logramos que nuestra vida transcurra conforme a ese plan de Dios, en el seguimiento de Jesús, nuestro modelo, no sólo nos realizaremos plenamente como personas en este mundo, sino que nos espera la felicidad eterna.
Pero, desgraciadamente, somos muy capaces de no aceptar lo que Dios quiere de nosotros e incluso de hacer lo contrario. Pero incluso en ese caso, como sucede con los GPS cuando no obedecemos sus instrucciones, se nos ofrece rápidamente una solución alternativa, también Dios nos indica nuevas maneras de cumplir su voluntad en las nuevas circunstancias. El problema está en que no puedo ir rechazando sus diversas invitaciones, sino que debo intentar responder, como hizo la Virgen, con un “hágase en mí según tu Palabra”.
Para que seamos capaces de cooperar con Él a todo lo que es bueno, el texto fundamental de la moral del Nuevo Testamento son las Bienaventuranzas. En ellas Jesús nos dice: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9). En esta Bienaventuranza se nos pide que hagamos todo lo posible por restablecer o mantener entre los hombres la convivencia basada en el amor, siendo la paz obra de la justicia (Is 32,17), lo que nos indica la estrecha interrelación que hay entre las diversas Bienaventuranzas, que nos exigen la apertura a los demás, deseando sinceramente su bien, y que supone la actitud de estar prontos a amar.
Ojalá seamos todos como Van Thuan, que en unas circunstancias muy difíciles, en la cárcel, orientó así su vida: “Yo no esperaré. Voy a vivir el momento presente llenándolo de amor”. Y es que donde está el amor, allí está Dios, y ojalá podamos decir de nosotros cada día: “Hoy he amado, por tanto hoy he llenado de sentido mi día”.