Celebramos en este domingo la Ascensión del Señor a los cielos. Los cuarenta días de la resurrección se cumplen el jueves, y queda trasladada al domingo. Jesús bendijo a sus apóstoles, les encomendó el mandato misionero de ir al mundo entero a predicar el Evangelio y se fue al cielo, donde nos espera como la patria definitiva.
Pudieron los apóstoles convivir con Jesús durante cuarenta días después de su Resurrección, de manera que les quedó fuertemente certificada la certeza de que está vivo, de que ha inaugurado una nueva vida para él y para nosotros. Pudieron palpar su carne resucitada, verificar sus llagas gloriosas, comer con él, experimentar visiblemente su presencia renovadora, que les llenó el corazón de inmensa alegría. La fiesta de la ascensión viene a ser el colofón de la resurrección, porque, una vez resucitado Jesús, su lugar propio es el cielo, la gloria, estar junto al Padre. Pero ha tenido con nosotros esta inmensa condescendencia de dejarse tocar por los suyos y de compartir con ellos el gozo de la Pascua.
Arrebatado a la vista y a los sentidos de los apóstoles, nuestra relación con Jesucristo es una relación de fe y de amor, en la esperanza de vernos un día cara a cara y saciarnos plenamente de su presencia gozosa en el cielo. Vivimos en la espera de ese día feliz, pero ya gustamos desde ahora su presencia de otra manera en la vida cotidiana de la Iglesia. Está presente en los sacramentos, especialmente en el sacramento de la Eucaristía, que nos ha dejado como testamento de su amor. Está presente en las personas y en la comunidad eclesial, donde él ha prometido estar con nosotros hasta el final de los tiempos. Está presente, como buen pastor, en quienes lo representan en medio de su pueblo. Está presente en los pobres y necesitados, con los que ha querido identificarse y a través de los cuales reclama continuamente nuestro amor.
No se ha desentendido de este mundo, ni nos ha dejado a nosotros a nuestra suerte como si él ya no actuara. No. La presencia del Resucitado en la historia humana es una presencia transformadora capaz de llevar esta historia humana a la plenitud y llenarla de sentido en cada una de sus etapas. Nuestro encuentro personal con el Resucitado nos pone en actitud misionera, no sólo para anunciar que está vivo y nos espera en el cielo, sino para infundir el Espíritu Santo en nuestros corazones, a fin de hacernos constructores de una historia en la que somos protagonistas.
Precisamente en estos días, después de los comicios electorales, se abre una nueva etapa en nuestra convivencia cotidiana. Personas de distintas opciones y partidos políticos acceden, con el mandato de los ciudadanos, a los puestos de responsabilidad para gobernar los municipios y la provincia. Hace poco, también la región autonómica. La convivencia y la política no es sólo producto de las urnas, es también fruto de la gracia de Dios y de la acción del Espíritu Santo, que conduce la historia. Por eso, encomendamos con fervor la acción de los que nos gobiernan a distintos niveles. Pedimos para ellos la fuerza de lo alto, la luz de Dios y la gracia para acertar en sus decisiones, de manera que busquen el bien de todos, especialmente el de los más desfavorecidos.
Los cristianos, a la luz de la fe y del mandato misionero de Jesús, tenemos una enorme responsabilidad en la construcción de la ciudad terrena. Está en juego la dignidad de la persona, sus derechos y obligaciones, su libertad y su responsabilidad. Está en juego la familia con sus pilares estables del varón y la mujer, unidos en el amor que Dios bendice y abiertos generosamente a la vida. Necesitamos que nazcan muchos más niños para que no vivamos en el desierto demográfico, sin esperanza de futuro. Necesitamos una política urgente que atienda a los barrios más deprimidos, de manera que un día puedan salir de su situación, cada vez más degradada. Muchos proyectos están sobre la mesa de quienes han asumido la responsabilidad de gobernarnos en la nueva etapa.
Jesucristo ha subido al cielo para mostrarnos cuál es la meta, pero se ha incrustado en la historia humana para llevarla a su plenitud por medio de nuestro trabajo. Oramos para que su presencia sea notable y transfiguradora, también por la colaboración de sus discípulos en esta hora concreta.
Publicado en el portal de la Diócesis de Córdoba.