Cuentan que, cada vez que algún colaborador llegaba diciéndole: «Yo haré esto de aquí a quince días, o de aquí a ocho días», San Ignacio de Loyola se mostraba perplejo y decía: «¡Cómo! ¿Y tanto pensáis vivir?». Esto ocurría porque San Ignacio concebía la vida con un viaje que tenía un fin (un término, pero también una finalidad, una razón de ser), conformándose con realizarlo cada día; pero el progresista no concibe la vida como un viaje con un fin, sino como un viaje sin fin o un peregrinaje sin meta, delirio que le exige estar progresando siempre (hacia un horizonte imaginario o hacia un abismo cierto). Esta grave tara o enfermedad del alma ha consagrado una política prometeica, pura poiesis o arte de construir quimeras e ingenierías sociales (cada vez más aberrantes y siniestras, a medida que el progresismo se afianza), en rebelión contra la política aristotélica clásica.
Esta política prometeica facilita que los pueblos sean gobernados por zascandiles megalómanos como el doctor Sánchez, incapaces de interpretar los hechos concretos de la praxis política, pero fatuamente dispuestos a organizarnos la vida hasta 2050. El progresismo, a la postre, no es otra cosa sino una expresión devaluada del Espíritu del Mundo hegeliano, una impugnación ful de Dios que se cree con derecho a reconfigurar la realidad. Antaño, cuando esta tara aún no había contaminado a una mayoría de la población, estos zascandiles eran conocidos como ‘arbitristas’ y tratados como ‘bergantes’, ‘embusteros quimeristas’ y ‘locos repúblicos’, pues a nadie se le escapaba que, bajo el disfraz de su charlatanería, no buscaban otra cosa sino juntar -como Quevedo señala en La hora de todos- «gran suma de millones, en que los que los han de pagar no lo han de sentir, antes han de entender que se los dan».
Para que no sintamos los millones que nos va a birlar y hacernos entender que nos los da, el doctor Sánchez ha evacuado un informe con gráficos muy cuquis, donde se pinta la España de 2050 como una suerte de paraíso progresista en el que, sin embargo, no podremos viajar en avión ni comer carne, para evitar que los pedos de las vacas y los efluvios del queroseno desaten el apocalipsis climático. Y, mientras tanto, nos colocarán cada año 250.000 mil inmigrantes, que -según repite con socarronería el globalismo choni- «vienen a pagar nuestras pensiones», cotizando como descosidos. Con las pensiones birriosas que salgan de tamañas cotizaciones podremos, sin embargo, avanzar en la transición ecológica, pues nos obligarán a viajar en bicicleta y a alimentarnos con una dieta de saltamontes y gusanos.
En un mundo donde aún quedase gente preocupada por el fin del viaje estos desvaríos arbitristas provocarían revueltas rabiosas. Pero en un mundo enfermo de progresismo, todos los memos están encantados de pedalear en un viaje sin fin, mientras comen saltamontes y las hordas de inmigrantes (‘risum teneatis’) les pagan la pensión. Con razón escribía Quevedo que «el Anticristo ha de ser arbitrista».
Publicado en ABC.