Uno de los mayores problemas de este tiempo de esperanza es la confusión artificialmente provocada. La confusión que se apodera de los espíritus, inadvertidamente, cuando sucumben ante un engaño que hoy dispone de formas de sugestión más sofisticadas que en cualquier otro momento de la historia. El catálogo de estas sugestiones es demasiado extenso para ser examinado en detalle, aunque quizá pueda hacerse comprensible abordándolo a través de sus contradicciones más extremas. El engaño de factura preternatural se presenta siempre mediante distorsiones dialécticas de la verdad, al modo hegeliano y marxista, no porque Lucifer haya aprendido de ambos filósofos sino al revés: porque éstos sistematizaron y aplicaron en su dimensión humana el modus operandi de los espíritus caídos. Deformar la verdad por exceso y por defecto, provocando contradicciones irreconciliables, ha sido su procedimiento desde la noche de los tiempos.
La actitud verdaderamente cristiana – evangélica – de discernimiento de espíritus, que incluye el reconocimiento de carismas, de profecías y de todo tipo de revelaciones sobrenaturales, la encontramos sintetizada en la célebre recomendación de San Pablo: “No extingáis el Espíritu, no despreciéis las profecías, examinadlo todo y quedaos con lo bueno. Absteneos de todo género de mal” (1 Ts 5, 19-22). Meditando éste consejo se advierte de inmediato que el Apóstol nos exhorta a estar abiertos a las mociones del Cielo, en las que siempre interviene el Espíritu Santo; aunque debemos abrirnos permaneciendo al tiempo avisados sobre las posibles falsificaciones o interferencias del abismo. Se trata pues de una apertura de principio a los carismas que debe estar equilibrada por la posibilidad de engaño. Tal apertura debe reposar, para tener luz, sobre una especial conjugación de las tres virtudes teologales, fe esperanza y caridad, con la virtud humana, natural, de la prudencia.
Esto quiere decir, entre otras cosas, que ese “no extinguir el Espíritu” requiere, como soporte básico, una fe libre de prejuicios racionalistas – porque la verdadera razón estará abierta al misterio divino en todas sus manifestaciones; – una esperanza de perspectiva escatológica, es decir, sustentada en una lectura integral de las Escrituras, no recortada de su nuclear horizonte profético; y una caridad asimilada en el amor, es decir, de comunicación ardiente con la voluntad divina personalizada en el Espíritu Santo: Únicamente sobre la base de ésta conjugación teologal puede y debe desarrollarse una prudencia que de otra forma se convertiría en extinción temeraria del Espíritu.
Pero esta actitud de discernimiento se ve dificultada por dos fenómenos inéditos que responden a la naturaleza misma de la gran tribulación en la que parece que ya hemos entrado: La proliferación extraordinaria de revelaciones y carismas proféticos, propia de los últimos tiempos, que tiene un aspecto positivo y otro negativo. Y, en segundo lugar, el oscurecimiento del juicio jerárquico sobre estos fenómenos, correspondiente con la apostasía latente en distintos segmentos de la Iglesia.
Es muy probable que hayan llegado los días profetizados por Joel, pues Yahvé derrama hoy su Espíritu en toda carne, nuestros hijos y nuestras hijas profetizan, nuestros ancianos sueñan sueños, nuestros jóvenes ven visiones (Jl 3, 1) y Dios derrama su Espíritu en esos siervos hoy representados, por ejemplo, por las sacrificadas amas de casa (Jl 3, 2). Pero éstos serían también los días que tienen profetizado el surgimiento de falsos profetas que engañarán a muchos (Mt 24, 11). La gran confusión que acompaña al anticristo incluye esta multiplicación heterogénea de revelaciones, porque el enemigo trata de desacreditar los numerosos mensajes del Cielo rodeándolos de falsificaciones. El conjunto profético se ve así afectado por una inflación de mensajes que obliga al más cuidadoso discernimiento.
La niebla que rodea al fenómeno profético se hace más espesa cuando el faro eclesiástico comienza a parpadear o se debilita. La confianza en el juicio jerárquico esclarecedor de otros tiempos aparece comprometida al comprobarse interferencias demasiado humanas bloqueando al más alto nivel mensajes determinantes de la Reina de los Cielos. Se observan, además, actitudes de soberbia corporativa que hacen a muchos clérigos incapaces de reconocer la voz del Espíritu cuando se expresa a través de gente sencilla, poco formada o indocta al lado de sus presuntas erudiciones pastorales. Esa confianza tendría que sobreponerse, además, al espectáculo escandaloso de la complicidad de algunas jerarquías con la cultura de la muerte – de la que en España, específicamente en Cataluña, tenemos tristes ejemplos - que no invita precisamente a la consideración filial de sus dictámenes. La espera del juicio jerárquico se hace en ocasiones impaciente, sobre todo cuando determinadas voces proféticas nos urgen a un repudio del pecado y a un cambio de vida que permanecen olvidados, cuando no ridiculizados, en el discurso pastoral mayoritario. Que las revelaciones privadas están supliendo en muchos casos, para miles de almas, las lagunas del discurso eclesiástico, es un hecho ratificado hoy por la sociología.
Lo más aconsejable en tan dramática situación es hacer caso a San Pablo: apertura prudente a los carismas. Apertura iluminada a ser posible por una buena dirección espiritual, capaz de distinguir entre las veleidades personales y los coloquios divinos. Apertura lo suficientemente humilde para reconocer, en la vida mística, la incongruencia mísera de nuestra propia aportación, así como todas las posibles subjetividades en la medida en que puedan comprometer la palabra o la acción del Espíritu: pero siempre apertura. Conscientes de que el Amor de Jesucristo y de su Sta. Madre se desbordan hoy en oleadas que nadie debe ni puede tratar de contener: Un Amor que brota a chorros de los Sagrados Corazones en forma de consejos, de avisos, de mociones introducidas en nuestra vida cotidiana mediante los medios más impensables, más sorprendentes. Y que hay que agradecer y corresponder entablando ese diálogo entrañable que el Señor nos está proponiendo hoy a todos como un mendigo de cariño… De un cariño no sólo teórico o ascético, sino además receptivo y coloquial que no podemos negarle. Un cariño espontáneo, con o sin gestos externos, pero abierto a la ternura del instante.
Por otra parte, las falsificaciones de la palabra divina son relativamente fáciles de descubrir. Sobre todo cuando se dispone de una formación cristiana suficiente. No porque el demonio “nunca proponga cosas buenas” como creen algunos. No. El demonio es capaz de iniciar campañas de rezo del Rosario si piensa que puede sacar de ellas una destrucción posterior mayor que sus efectos espirituales inmediatos. En este sentido no hay que mirar sólo la bondad inmediata aparente, sino sobre todo la coherencia profunda del mensaje o del carisma. La presencia del mal suele ser detectable a través de pequeños detalles que la Providencia permite que se le escapen y que, una vez captados, resultan reveladores. Ni Jesús ni su – nuestra – Madre emplean lenguajes equívocos o conceptos groseros e insultantes. El Señor, por poner un ejemplo, jamás se referiría a la necesaria caridad hacia los homosexuales hablando de “respetar las preferencias sexuales”. Ni haría previsión de sucesos puntuales de signo violento que Satanás en cambio puede anticipar en la medida en que es él mismo o sus secuaces quienes van a llevarlos a cabo. Esos detalles traicionan una procedencia dudosa de la misma forma que el exceso de confidencias acerca de otras dimensiones, o de los misterios de la naturaleza y la creación espiritual. Son temas de raigambre gnóstica que parecen en principio reñidos con la verdadera efusión de la Sabiduría.
Cuando aparecen mensajes en los que la transformación de la tierra se convierte en destrucción. Donde se advierte de “traslados” cósmicos, de paraísos extraterrestres o de grupos elegidos que serán abducidos a otras dimensiones, entonces conviene poner tales revelaciones en cuarentena, a la espera de juicios de mayor autoridad. Porque, entre otras cosas, nuestra fe confía en que la voluntad de Dios se hará en la tierra – en ésta tierra sacralizada a pesar de sus miserias por la huella del Hijo de Dios – como en el Cielo. El Reino vendrá a nosotros y el hábitat humano podrá ser muy dañado pero nunca destruido por completo. Tal destrucción es el sueño de los ángeles rebeldes, frustrado por la encarnación.
Frente a esas gnosis del engaño, siempre angustiosas y grandilocuentes, el corazón del cristiano tiene que aprender a reconocer en estos tiempos definitivos el estilo inconfundible del Espíritu. El susurro suave del Paráclito, que frecuentemente se convierte en confidencia amorosa, trasladada con sencillez: “Mi corazón está en Mí trastornado y se estremecen mis entrañas. No daré curso al ardor de mi cólera”(Os 11, 8-9). Lo cual no implica que Dios deba prescindir de cierta dosis de fuerza donde es necesario: “Por eso voy a seducirla; la llevaré al desierto y allí hablaré a su corazón”(Os 2, 16).
La señal indeleble de Jesucristo es una humildad de grandeza sobrecogedora. Y si Él se manifiesta, incluso en las vísperas de su reinado misericordioso, con tal humildad, es porque el secreto último del discernimiento de espíritus y carismas es la humildad de los receptores y de los destinatarios.