Si importante y eficaz para reactivar la actividad económica es bajar impuestos, puede serlo aún más suprimir papeles administrativos, adelgazar la enorme burocracia que agobia a los ciudadanos, adelgazarla hasta niveles de “top model” de pasarela “fashion”, o sea, en los puritos huesos, o a lo más con algunas chichas allí donde las féminas deben tenerlas, y perdonen la comparanza, dicho en el jerga politiquera que ahora se estila que al arte de gobernar lo llaman gobernanza.
El Estado, en todos sus niveles –estatal, autonómico y municipal- es, por lo general, desleal con el ciudadano, su enemigo público número uno. La principal obsesión de los “entes” oficiales es tener a todo el mundo controlado, maniatado, sujeto a los grilletes del mando. No para lograr una mayor seguridad ciudadana, un mejor orden social, sino para proporcionar a los gobernantes y sus auxiliares burócratas una mayor cuota de poder, más instrumentos de control del personal de a pie. Tanto control del ciudadano corriente no impide que los chorizos campen por sus respetos, entren por una puerta de la comisaría y salgan por la otra, o que unos cuantos frescos antisistema se pasen las leyes por el arco del triunfo e impongan su soberana voluntad allí donde se les antoje.
El Estado llamado de derecho es aquel, según la teoría, en el que nada puede hacerse, los gobernantes en primer término, sin que lo permitan las leyes y reglamentos aprobados en debida forma. Así pues, a ningún mandatario le es permitido salirse de carril, tomar decisiones arbitrarias ni hacer de su capa un sayo. Es una norma que en principio parece justa y beneficiosa para el común de la plebe, sólo que tiene gusano, ya que, a fuerza de querer ordenarlo y regularlo todo, el Estado crea tal maraña de normas, reglamentos y ordenanzas, que en la práctica raro es el ciudadano que tiene todos sus papeles en orden o al día, o lo que es lo mismo, todos los currantes, por uno u otro motivo, pueden estar fuera de la ley, es decir, pueden ser objeto de sanción o tenidos por delincuentes. El Estado democrático se ha convertido en un Estado burocrático, el supuesto Estado garantista en un Estado ordenancista, reglamentista, agobiante, que a fuerza de montañas de normas y preceptos transforma al ciudadano en súbdito, al que esquilma con impuestos depredadores y asfixia con trámites sin cuento. Quien no haya tenido alguna vez un negocio, por pequeño que fuere, no puede imaginar la batalla que hay que librar continuamente, impuestos aparte, con toda suerte de ventanillas e “inspectores” de todo género (o sea, agentes del “Gran Hermano”, hasta de la malévola SGAE), siempre dispuestos a levantar acta por lo más nimio para generar sanciones.
Rajoy está prometiendo en su campaña electoral, que bajará impuestos y reducirá papeleo si gana las elecciones. Vamos a ver qué de cierto hay de ello, porque lo más importante en estos momentos para estimular la economía y crear empleo es poner a dieta a ese Estado que padecemos, gondinflón, mastodóntico, pesado, lento y perezoso como todo paquidermo, para animar a los emprendedores a meterse en harina sin más obstáculos burocráticos que los absolutamente imprescindibles. Y si no es así, no saldremos del pozo. Los políticos y los funcionarios con plaza fija “en propiedad”, ni crean riqueza ni generan puestos de trabajo. Al contrario, los destruyen con sus políticas demagógicas y sus normativas obstructivas y paralizantes.