La generalidad de los textos masónicos aseguran que en las logias está prohibido hablar de política y de religión. Según explica el sacerdote Manuel Guerra, profesor de la Facultad de Teología del Norte de España (Burgos), “la masonería no es una religión, ni una filosofía, sino solamente un método” (La trama masónica, capítulo III, Styria, Barcelona, 2006). Ese aserto lo confirma Javier Otaola Bajeneta, ex gran maestre de la Gran Logia Simbólica Española y Defensor Vecinal en el ayuntamiento de Vitoria, quien asegura (La masonería hoy, Aramburu Editor, San Sebastián, 1996) que “la masonería no es una doctrina, ni una institución didáctica, sino un método [...] un método de especulación intelectual y moral”, diríamos una forma de reflexionar. Por consiguiente, para los miembros de la orden, método es el procedimiento de abordar los asuntos seguido en sus tenidas o reuniones. Una vez reunidos en el taller elaboran la “plancha de trazar” u orden del día, quizás establecido en alguna reunión anterior, donde se fija el tema o temas a debatir.
Ahora bien, “si se generaliza la aplicación del método masónico –puntualiza M. Guerra-, la verdad de cualquier proposición se decide por la fuerza dialéctica de los dialogantes y por el número de opiniones y votos favorables o desfavorables, al margen de la verdad objetiva [...] Este método refleja el relativismo y conduce al mismo”. Dicho método se utilizó en una asamblea del Ateneo de Madrid, allá por 1930, en la que se aprobó, por mayoría, la inexistencia de Dios. O sea que los votos deciden si Dios existe o no. Nada menos.
El relativismo, una de las nota características de la masonería, provoca la licuación de la verdad, y conduce al subjetivismo, según el cual la verdad depende no de lo que ella es por ella misma, sino de lo que cada uno quiera pensar o creer. De ahí que quienes sostienen, generalmente porque han oído campanas pero no saben dónde, que cada uno tiene su propia verdad, ignoran que la verdad existe por sí misma, al margen de lo que éste o aquél puedan creer o decir. Objetivamente sólo existe la verdad o, dicho de otro modo, sólo es verdad lo que es verdad.
La realidad de la masonería pone al descubierto su sincretismo relativista. De acuerdo con el relativismo, “el francmasón rechaza cualquier fe dogmática”. Afirma el principio de racionalidad y rechaza el criterio de autoridad. Pero mientras repudia los dogmas religiosos, la masonería declara dogmáticamente su radical adogmatismo, y ella misma tiene sus propios dogmas que son indiscutibles. Por ejemplo, el que todo es relativo, todo menos el propio principio de que “todo es relativo”, el dogma del relativismo.
El masón Fort-Newton reconoce (M. Guerra, o.c., p. 132): “Preferimos decir que la masonería no es una religión, sino la religión, que no es una Iglesia confesional, sino un culto en el que pueden coincidir hombres de todas las religiones”. (La religión en la masonería, editorial Acacia, Madrid, 1987). En conclusión, podemos considerar a la masonería como una seudo-religión sincrética relativista que pretende suplantar a las demás religiones o situarse por encima de ellas.
Por otro lado, ¿es apolítica? Es lo que dicen los propios masones, sin embargo, lo que más se conocen en todas partes son masones políticos. En la relación que aporta el periodista barcelonés Xavier Casino como apéndice de su libro Quién es quién masónico (Ed. Martínez Roca, Madrid, 2003), cita a numerosas personalidades de la historia universal reciente pertenecientes a las más diversas profesiones, pero lo que de verdad abunda en su amplia relación son políticos de primerísima fila. Si a ellos sumáramos los de niveles inferiores, la lista sería interminable. La Tercera República francesa (18701914), extremadamente laicista y belicosa contra la Iglesia católica, estuvo dominada totalmente por la masonería del Gran Oriente.
La sublevación de Riego y Quiroga en Las Cabezas de San Juan (Cádiz) se cocinó enteramente en las logias, lo mismo que el trienio mal llamado liberal –el liberalismo político todavía no había nacido-, así como la Revolución Gloriosa de 1868 que destronó a Isabel II, encabezada por Prim, Serrano, Topete y el perejil soriano de todas las salsas revolucionarias del siglo XIX, Ruiz Zorrilla, los cuatro masones igual que cuantos jefes y jefecillos les siguieron. Lo era también Amadeo de Saboya el Brevísimo, así como la gran mayoría de los principales dirigentes políticos de la efímera y accidentada Primera República. En la Segunda República, de los 456 diputados electos para las primeras Cortes republicanas o Cortes Constituyentes, 149 eran masones, lo mismo que muchos de los ministros de los Gobiernos de Azaña. El alcalaíno se iniciaría más tarde, el 2 de febrero de 1932, pero tras la ceremonia de su iniciación, no volvió a pisar una logia. Don Manuel no creía en la masonería ni en nada ni en nadie que no fuera en sí mismo.
Por si quedara alguna duda el respecto, basta recordar que la mayoría de las obediencias y logias adoptan como suyo el lema de la Revolución francesa: libertad, igualdad y fraternidad. Una revolución que no fue precisamente apolítica ni franciscana, sino totalmente política, sanguinaria y nefasta, inspiradora de las terribles convulsiones del siglo XX. Pero no tenemos necesidad de irnos tan lejos. Si no estoy muy confundido, muchos de los ministros –siquiera los varones- del actual Gobierno español y de los anteriores desde 2004, llevan mandil, empezando por su presidente. Eso explicaría el sectarismo y deriva laicista de no pocas leyes aprobadas en las dos últimas legislaturas.
Con el pretexto de que el Estado debe ser laico y lo religioso no debe imponerse a nadie, los laicista –masones incluidos- intentan imponer el laicismo institucional, como si éste no fuera una ideología que aspira a dominar el espacio público en perjuicio de cualquier otra forma de entender la vida y la sociedad. Y para dominar el espacio público, es necesario dominar y dirigir la política. Luego blanco y en botella.