El día 24 de octubre del 2011, el Pontificio Consejo Justicia y Paz ha hecho pública una propuesta, en un documento de 43 páginas firmado por el cardenal Turkson y por monseñor Mario Taso, presidente y secretario respectivos del dicasterio: El consejo pide - en nombre de la Iglesia Católica, evidentemente - la creación de una “autoridad pública mundial” así como la reforma del sistema monetario internacional mediante la creación de una nueva entidad de control monetario, es decir, de un banco mundial u organismo similar que sustituya al fracasado FMI. Se razonan éstas peticiones en base a la situación de extrema pobreza de gran parte de la humanidad, especialmente de las naciones en vías de desarrollo; del deterioro del derecho internacional a causa de la especulación financiera, y del desequilibrio creciente entre la riqueza real y las divisas circulantes. El documento pide que los nuevos organismos no sean fruto de la imposición de los poderosos, sino de un “acuerdo libre y compartido” en el que participen todos los pueblos, para que estas autoridades globales apliquen el principio de subsidiariedad estando al servicio de los estados y no al revés… Y sugiere que sea la O.N.U. el centro impulsor de tales propuestas. La misma organización mundial que, en aplicación de las teorías dispuestas desde el siglo pasado por los asesores malthusianos del NWO, John P. Holdren y Paul Ehrlich, acaba de dar otra vuelta de tuerca antinatalista con el informe de la UNFPA, de la semana pasada, que “avisa” de que la población mundial podría alcanzar los 15.000 millones de habitantes a finales de siglo, lo que, traducido al cristiano, significa que multiplicarán la presión para agudizar las legislaciones homicidas.
Estas peticiones de Consejo Justicia y Paz hay que entenderlas como desarrollo práctico de las indicaciones contenidas en el epígrafe 57 de la encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI, donde se admitía expresamente que “la globalización necesita ciertamente una autoridad, por cuanto plantea el problema de la consecución de un bien común global”. Existía pues una enseñanza pontificia abierta en principio a la existencia de autoridades globales, que es fácil interpretar como producto de un convencimiento: La percepción del fuerte impulso hacia la globalización que alimenta la cultura dominante. Un impulso que parece imparable, en la medida en que realmente exprese una aspiración de solidaridad y entendimiento entre todos los habitantes del planeta. Lógicamente, para la Iglesia Católica sería mucho más práctico en varios sentidos sumarse a dicho impulso, aportando las orientaciones convenientes, que permanecer al margen del proceso u oponerse al mismo. La Iglesia ejerce un cierto liderazgo, no sólo moral, sobre sectores significativos de las sociedades menos favorecidas por el sistema económico existente. Amplios segmentos de población en las naciones del llamado tercer mundo y en países en vías de desarrollo han recibido y reciben asistencias de inmenso valor cualitativo por parte de organizaciones adscritas a la Iglesia. Su prestigio entre las poblaciones más desfavorecidas es muy alto, al margen y a pesar de la hostilidad de los grandes medios de comunicación globales, porque los pobres del mundo ponen su confianza en aquello que les facilita un auxilio real, más allá de los mitos propagandísticos. En este sentido, la Iglesia posee una gran autoridad para proponer medidas de corrección estructural, así como probablemente los medios diplomáticos y organizativos necesarios para que dichas propuestas sean tenidas en cuenta por algunos estados.
Una primera lectura, a nivel geopolítico y sociológico, encontraría pues razones para considerar interesantes las propuestas de Justicia y Paz, comprendiéndolas dentro del marco lógico de mejora de la caótica situación actual: Ésta situación es de tal manera injusta y dramática para las poblaciones de los continentes poco desarrollados que cualquier cambio, o cualquier atisbo de cambio, supondría un rayo de esperanza. Un gobierno mundial auténticamente subsidiario y garante del bien común de la humanidad sería una auténtica liberación, ésta vez no manipulada teológicamente.
Sin embargo, esta primera lectura contempla un horizonte excesivamente convencional. Carece de la profundidad necesaria para iluminar el escenario. No enmarca la propuesta del consejo pontificio dentro del panorama del mundialismo realmente existente, y menos aun desde una percepción auténtica de la realidad eclesiástica y de las inercias que la comprometen en este tiempo decisivo. Y esto es así porque, como en tantas otras ocasiones, la visión de las circunstancias reales se encuentra oscurecida por la reticencia o el rechazo hacia los signos de los tiempos: Por la indefinición escatológica y por la escasa atención a las advertencias proféticas que la Providencia prodiga en nuestros días. Son éstas carencias las que impiden, en última instancia, considerar la dinámica real de la globalización, por un lado, y los riesgos que asumiría una Iglesia que se sumase a ella, por otro.
La unificación del planeta bajo un gobierno mundial no se está produciendo de manera espontánea ni siguiendo un programa abierto a las sugerencias de los pueblos interesados. Nada más lejos de la realidad. El grupo que trata de ejercer su control sobre nuestras sociedades se encuentra operativo desde hace bastantes décadas, aunque opere desde la penumbra más o menos velada de organizaciones ajenas a cualquier control, incluido el de una democracia formal en estado agónico. Este “gobierno” no desarrolla un proyecto de factura transparente, sino que cumple un programa rígido y antiguo. Un programa del que algunas aplicaciones sociales están hace tiempo a la vista, chocando agresivamente contra el orden de la naturaleza en todos los terrenos. Su programa globalizador lo advertimos sustentado sobre la acaparación sistemática de gran parte de la riqueza planetaria; una auténtica succión de recursos, iniciada mediante la misma especulación financiera a la que la propuesta de Justicia y Paz quisiera poner coto. Quizá sea demasiado tarde para tratar de incidir, con propósitos correctivos, en un proceso que se demuestra inspirado, articulado y dirigido en régimen de monopolio absoluto por una oligarquía de rasgos esotéricos y teosóficos.
La consideración del mundialismo realmente existente a través del prisma de la Revelación permite situarlo, en todos sus extremos, dentro de un marco profético perfectamente definido, en el que su proceso recibe suficiente descripción. Existen, por lo tanto, razones más que fundadas para temer que la incorporación a dicho proceso encierre riesgos mucho mayores que las ventajas que puede reportar a la Iglesia.
La previsión de esos riesgos debería meditarse con base a lo experimentado durante las últimas décadas, de adaptación y coexistencia de la Iglesia al sistema político heredero de la cultura racionalista, aunque finalmente irracional: No habría dificultad para establecer el abandono progresivo de las hipótesis condicionales que sirvieron originalmente para legitimar “en continuidad con la doctrina tradicional” la adaptación y colaboración con los mecanismos de la democracia formal. Hipótesis desautorizadas por la realidad escalofriante de una cultura política inhumana, imposibles de verificar sin rectificación y contradicción. Abandonadas, por ello, tácitamente, poco a poco, en la inercia de una cohabitación con las estructuras alcanzada a costa del reblandecimiento profético. La inercia del espejismo, del auto engaño que convierte cierta flexibilidad del juicio en presupuesto de la “evangelización”. Tal experiencia debería servir para prever la corta vida de las nuevas condiciones formuladas, en ésta ocasión para la reconducción del mundialismo: subsidiariedad y “acuerdo libre y compartido de los pueblos”. Son hipótesis demasiado rotundas para ser sostenidas mucho tiempo en un propósito de incorporación a un diseño con el cual chocan frontalmente. Pero si estas banderas doctrinales quedasen abandonadas en la previsible carrera de incorporación, serían relativamente pocos los que se acordasen de ellas una vez instalados como animadores espirituales de las nuevas entidades mundiales. La experiencia de los últimos años es concluyente. Y la descripción teológico-histórica de las inercias invencibles de adaptación, de participación caritativa en los programas del mundo, también lo es.
No cabe duda de que la implantación ecuménica de la Iglesia, su estructura institucional y sus eficaces organizaciones de ayuda a la pobreza, pueden convertirla en un auxiliar precioso para cualquier futuro gobierno de aspiraciones planetarias: Tras un relativamente rápido cursillo de reciclaje en pautas de espiritualidad “más abiertas”, la Iglesia de Cristo podría incluso convertirse en el instrumento gestor de la redistribución de recursos de primera necesidad. Nadie podría comprar ni vender nada sin acreditar una afinidad de pensamiento y de acción que acreditase la adhesión al generoso programa de ésta humanidad adulta (Ap 13, 17). La Iglesia proyectada como una inmensa ONG adquiriría así un protagonismo muy lejano al acoso que actualmente sufre, y mucho más gratificante que la exclusiva beneficencia. Bastante más placentero que la contradicción martirial y solitaria.
Todo ello parece demasiado posible, demasiado cercano y demasiado tentador.