Para acercarse a la comprensión que tenemos los católicos de las misiones, es necesario partir de dos presupuestos: El primero, el convencimiento de que el verdadero motor de la vida no es el dinero, ni el poder, ni el placer. El verdadero motor de la vida es el Espíritu Santo. El segundo, la experiencia de que las misiones en el seno de la Iglesia, son como un auténtico ensayo de un mundo sin fronteras.
La edición del DOMUND de este año 2011, prolonga de alguna manera la celebración de la JMJ de Madrid, en la que se visualizó de una forma muy especial la universalidad de la Iglesia. En aquella gran asamblea, tuvimos ocasión de contemplar una Iglesia “hija”, a la vez que “madre” de las misiones. Todos aquellos jóvenes llegados de los lugares más recónditos del planeta para celebrar la JMJ, eran fruto de ese mandato misionero de Cristo: “Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio” (Mc 16, 15). Pero aún más, eran también jóvenes “en misión”: estaban misionando a una sociedad secularizada, al mismo tiempo que discernían sobre el modo en que Dios espera que vivan en el futuro su vocación misionera.
Merece una mención especial el compromiso manifestado por Kiko Argüello (fundador del Camino Neocatecumenal) ante la multitud de jóvenes que abarrotaba la Plaza Cibeles, quien pidió candidatos a la vida sacerdotal y religiosa, con el objeto de ofrecer a la Iglesia 20.000 misioneros para evangelizar China. De esta forma, la JMJ constituyó un altavoz privilegiado para la llamada a la misión, y muy especialmente para hacer realidad en este Tercer Milenio la evangelización de Asia.
La misión no tiene fronteras, ni es una vía de sentido único, sino que resulta ser bidireccional. Buena muestra de ello son los muchos misioneros españoles que continúan sosteniendo la labor misionera en América, al mismo tiempo que España está siendo misionada desde el nuevo continente.
Recientemente me contaron la anécdota de unos mejicanos peregrinos de la JMJ que estaban dando su testimonio cristiano por las calles de una población española, antes de acercarse a Madrid. Un grupo de personas les increpó por su pretensión de intentar transmitir la fe a quienes la habían perdido: ¡Eran unos osados, y les estaban molestando! La respuesta de aquellos mejicanos fue tan valiente como humilde: “Nosotros acogimos la fe que sus antepasados nos predicaron, y ahora, cuando menos, les corresponde a ustedes escucharnos a nosotros”.
La comunión en la Iglesia permite llevar a cabo la experiencia de un mundo sin fronteras. ¡La Iglesia perecería a medio plazo si dejase de respirar con los pulmones de la catolicidad! ¿Cómo olvidar en los momentos en que estamos viviendo, aquel famoso texto del Decreto “Presbyterorum Ordinis”, en el que se llama a todas las diócesis a compartir generosamente los sacerdotes y misioneros?:
“El don espiritual que recibieron los presbíteros en la ordenación no los dispone para una misión limitada y restringida, sino para una misión amplísima y universal de salvación "hasta los extremos de la tierra" (Hch 1, 8), porque cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los apóstoles. Pues el sacerdocio de Cristo, de cuya plenitud participan verdaderamente los presbíteros, se dirige por necesidad a todos los pueblos y a todos los tiempos, y no se coarta por límites de sangre, de nación o de edad, como ya se significa de una manera misteriosa en la figura de Melquisedec. Piensen, por tanto, los presbíteros que deben llevar en el corazón la solicitud de todas las iglesias. Por lo cual, los presbíteros de las diócesis más ricas en vocaciones han de mostrarse gustosamente dispuestos a ejercer su ministerio, con el beneplácito o el ruego del propio ordinario, en las regiones, misiones u obras afectadas por la carencia de clero” (PO 10).
En cuanto al mensaje que el Papa ha escrito para la campaña del DOMUND de este año, quisiera destacar la siguiente expresión, por ser especialmente ilustrativa: “La misión universal implica a todos, todo y siempre”. Es decir, la tarea misionera de la Iglesia no se reduce a la ocupación específica de aquellos a quienes llamamos “misioneros”; ni tampoco es una tarea a la que sólo debamos dedicar las energías sobrantes de nuestros quehaceres cotidianos… La vocación misionera, o bien la llegamos a sentir como plenamente “nuestra”, por mera coherencia con la condición de discípulos de Cristo; o, de lo contrario, terminaremos por reducirla a una simple limosna, más o menos generosa, en favor de unos “soñadores” que apuestan por un mundo nuevo...
Meditemos y hagamos nuestras, estas palabras de Benedicto XVI (“La misión de la Iglesia implica a todos, todo y siempre”), del mismo modo en que María y José meditaron las palabras de su Hijo Jesús, el primero de los misioneros, quien con tan solo doce años advertía a sus padres de la radicalidad de su entrega misionera: “¿No sabíais que tenía que ocuparme de las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49).