La vocación más alta es la vocación a la santidad, la vocación al amor de Dios, amor Dei. El ideal más grande, el más hermoso, el más bonito, el más poético, el más sublime, el más maravilloso, el más atrayente, es entregar todo el corazón, el amor a Dios: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente” (cf. Lc. 10, 27).
Esto no es elegir una cosa, sino una persona, una persona divina, Cristo. No es sólo elegir un amor, sino elegir al que es el Amor, el Amor de los amores, Amor infinito. No es elegir algo, sino ser más ambicioso, elegirlo todo.
No es elegir un tesoro finito, es elegir el tesoro por excelencia, poseer el tesoro infinito, máximamente refulgente y encantador. No es elegir algo bello, es elegir la Belleza, la Belleza infinita, lo más atractivo y lo que más entusiasma. No es elegir una maravilla, es elegir la maravilla sobre toda maravilla, lo que es más grande que todo lo pensable y que todo lo deseable.
No es sólo elegir algo que agrada, es elegir la felicidad, el deseo del alma, la aspiración del corazón humano. Es elegir a Aquel en quien se sacia la sed infinita. ¡Es el canto del alma!
Es propio de la juventud ser persona de ideales. El joven quiere que llegue un momento en que su camino sea hecho en compañía de otra persona, con unión de afectos, de sentimientos, de quereres.
El Señor da a unos la vocación al sacerdocio; a otros, la vocación al matrimonio. Siendo, claro está, la vocación común de todos los bautizados, amar a Dios con todo el corazón y con todas las fuerzas. Es evidente que lo más perfecto para cada alma es seguir la propia vocación, pues lo mejor es hacer la voluntad de Dios. Además, el sacramento del matrimonio es sacramento grande, signo del amor de Cristo para con su Iglesia.
También es verdad que, en sí mismo, lo más hermoso es que todos los afectos sean del Señor, sin división de los mismos. ¡No hay cosa más bella y más atrayente! Análogamente a como la más hermosa de las flores es más bonita que una margarita. En la rosa se hace especialmente patente que las manos del Señor están recientes, cercanas. Dice, al respecto, San Pablo: “El que no está casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor; el casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, y está dividido” (cf. 1 Cor 7, 32-33). Es evidentísimo que es muchísimo más bello dar todos los afectos al Señor, que tener los afectos divididos entre el Señor y una mujer. Una vida en que todos los latidos del corazón sean para Dios, sin ser condivididos con nadie, es la más hermosa de las maravillas. Por esto, el celibato es ideal mucho más grande y mucho más hermoso que la vocación al matrimonio.
El celibato eclesiástico no consiste en quedarse soltero. Es una elección de amor, un verdadero matrimonio espiritual. Es desposorio del alma con Dios, Belleza infinita. Lo cual es muchísimo más hermoso que el matrimonio con una mujer, ser finito y mortal, cuya belleza languidece y como desaparece en comparación con la de Dios.
El celibato eclesiástico sólo se entiende desde los ojos del amor. El celibato se abraza por amor al reino de los cielos, por amor a Cristo, a María Santísima y a la Iglesia. ¡Es palpitar de amor! El célibe es un enamorado, un enamorado de Dios. El celibato eclesiástico nos configura mucho más al Amado, Cristo sacerdote, célibe.
Es verdad que la Sagrada Eucaristía es lo más grande, ya que contiene todo nuestro bien, Cristo, Dios y Salvador. Pero, también es verdad que es algo muy misterioso, pues contiene a Dios escondido. Mientras que ir hacia la entrega de amor a otra persona es algo que está insertado en el mismo itinerario del joven. Es algo que se va abriendo de manera natural en su corazón. Por esto, me atrevo a decir que no pocos jóvenes, con vocación sacerdotal aún no descubierta, antes descubren la sublime belleza del celibato que grandes profundizaciones en la grandeza eucarística.
La actual disciplina de la Iglesia latina establece que quien tiene vocación al sacerdocio, habrá de prometer observar el celibato para poder ser diácono, y, de nuevo, para poder ser presbítero. Así pues, actualmente, el celibato eclesiástico es parte integrante de la vocación sacerdotal. Quien tiene vocación al sacerdocio, por tener tal, tiene también vocación al celibato. No prometer el celibato sería renunciar a la vocación sacerdotal, renunciar a la llamada de Dios. Esto tiene consecuencias muy importantes.
Primera consecuencia, el celibato es una norma que debe ser observada. Pero, no es sólo una norma, sino que es maravilloso vivir así. El Papa Pablo VI, en su fantástica encíclica Sacerdotalis Caelibatus, muestra el mucho bien que resulta de mantener la disciplina eclesial de exigir el celibato a los sacerdotes, pues, por medio del celibato llegan grandes bienes a la Iglesia.
Segunda consecuencia, el celibato se puede vivir. Teniendo de Dios la misión de vivir conforme al celibato, Dios dará todos los medios necesarios para poder vivirlo. Por ser el celibato, don y regalo de Dios, no añade problematicidad a las cuestiones sexuales, sino que el alma, al quedar más elevada por este don de la gracia, se encuentra mejor dispuesta para poder lograr la victoria. El celibato dilata, aumenta la paternidad espiritual. Además, el celibato eleva a grandes finuras del alma, a grandes alturas de espiritualidad. El celibato no es problema, sino obsequio fantástico de Dios.
Tercera consecuencia, matrimonio y celibato se iluminan y refuerzan mutuamente. Mucho aprenden de cómo vivir su amor, el sacerdote del que ha contraído el sacramento del matrimonio; y, éste, de aquél.
En definitiva, desde los ojos de la fe, el celibato sacerdotal no es un problema, sino la maravilla de las maravillas, ¡grande y hermosísimo ideal!
Publicado en Exaudi Catholic News.