El domingo próximo celebraremos, un año más, la Jornada Mundial por las misiones, día del Domund. Ocasión privilegiada para recordar la permanente validez y la urgencia del mandato misionero, que constituye la Iglesia: ella existe para llevar el Evangelio a todos los rincones de la tierra. En todas las partes del mundo atravesamos una situación muy difícil, que se agrava en los llamados «países de misión», a veces sentidos tan lejanos, pero que son tan cercanos y tan amados por los misioneros que nunca faltan en esos lugares dando la vida literalmente por esos pueblos y sus gentes con generosidad y entrega tales que sólo se comprenden desde la caridad que anima la misión.
Vivimos un mundo capaz de lo mejor y de lo peor, desde donde nos llega a la Iglesia un poderoso y apremiante llamamiento a ser evangelizado. Se repite aquel grito angustioso que Pablo escuchó: «¡Ayudadnos!». La ayuda que se nos pide, en medio de tantas cosas que necesita, tiene un nombre: la caridad en la verdad, real y sin condiciones, el amor verdadero y real, la pasión por el hombre que sana, libera, alienta, da luz, esperanza, y otorga y devuelve dignidad y grandeza a todo hombre.
La ayuda que la Iglesia, interpelada por este clamor humano universal, ofrece desde siempre y que recoge todo esto, lo resume, lo lleva más allá, y le ofrece todo su sentido y fuerza para alcanzarlo no es otra que el Evangelio: Jesucristo mismo en persona. «No tengo oro ni plata», dice san Pedro al paralítico que demanda su ayuda a la puerta del templo de Jerusalén, «lo que tengo te doy: en nombre de Jesús Nazareno, ¡levántate y anda!». Esta es la riqueza y la ayuda que la Iglesia ofrece y da, la que el mundo de hoy, los pueblos y los hombres abrumados por tantas miserias, dolores y necesidades, necesitan y piden, sin saberlo a veces, para que se puedan poner en camino, y andar hacia una realidad enteramente nueva, con una humanidad en verdad nueva, y con esperanza firme.
Cuando se vive el encuentro y la experiencia de Jesucristo, cuando se le conoce y se le sigue, dejándolo todo y teniendo a Él como único Dueño y Señor, se sabe que esto que acabo de decir es verdad, que no hay riqueza ni tesoro que se le pueda comparar y que no nos pertenece porque es para todos. Cuando se vive con Él y desde Él, se sabe que es verdad que Él es el alimento que sacia el hambre más grande del corazón del hombre, que busca, hambrea y espera; se sabe que Él es la más plena, grande e insospechada riqueza, que no se puede comprar con todo el oro y la plata del mundo y que no perece ni es utilizable por unos pocos en provecho propio y egoísta; quien le sigue a Él, que, por lo demás, lo pide todo, sabe que Él llena el corazón del hombre y sacia sus anhelos más hondos, que Él cura heridas del camino, que en Él se encuentra alivio, descanso y ánimo en el cansancio y abatimiento de los días, que sólo Él tiene palabras y hechos de vida eterna, y que en Él se halla la misericordia, el perdón, la comprensión y la reconciliación que todo hombre necesita para poder vivir. Todo esto es el amor, la caridad, la ayuda que los hombres y pueblos, todos hoy, en situaciones muy diversas y con connotaciones muy particulares, necesitan y buscan, algunos ya hasta han arrojado la toalla y desisten, cansados, de esperar, de pedir o buscar.
Todo este amor, y más allá de lo que se puede hasta soñar, se encuentra en Jesucristo. Es verdad, la Iglesia, a lo largo de más de dos milenios, da fe ininterrumpidamente hasta los últimos rincones o confines de la tierra que es verdad, cierto con la mayor de las certezas posible, que en Jesucristo se encuentra el perdón y la misericordia sin límite que necesitamos los hombres para vivir con esperanza y confianza; que en Él se encuentra el amor real sin barreras ni ribera alguna porque ha dado su vida por todos los hombres -ahí está el amor, el mayor amor- y ha venido a servirnos y no servirse de nosotros ni de nadie; en Él se halla a manos llenas la reconciliación y la paz tan urgente y apremiante, y la mayor de las mansedumbres que descarta toda violencia; también la cercanía a los enfermos y a los que sufren, la identificación con todos los crucificados de tantas formas en estos momentos; en Él tenemos al «buen samaritano» que no pasa de largo sino que se acerca a todo hombre malherido, despojado y tirado a la vera del camino para sanarle y llevarlo donde hay calor y cobijo de hogar; en Él, además, se nos ha devuelto la dignidad perdida, una dignidad inviolable, la de ser con Él mismo hijos de Dios; y, por eso, en Él y con Él se descubre y aprende la grandeza de ser hombre, lo que vale todo hombre, nuestro hermano. En Él ha sido vencida de manera decisiva y definitiva la muerte: la vida, vida plena y eterna es nuestro destino. Todo esto y muchísimo más encontramos en Jesucristo, Hijo de Dios, Dios con nosotros, Dios con el Hombre sin vuelta atrás y para siempre, rostro humano de Dios que es Amor.
¿Cómo callar esto y ocultarlo o dejar de ir a todos los rincones de la tierra para anunciarlo y hacerlo presente allí, si es la «ayuda» que se está pidiendo y necesitando?. Ésta es la razón de ser de las misiones y de los misioneros. Se entiende que hombres y mujeres consagren su vida a la misión. Y se entiende que hombres y mujeres, en lugares donde nadie quiere ir, estén allí dando su vida, incluso físicamente, haciendo presente el Amor que es Dios.
Ante el Domund de este año, doy gracias por los misioneros y misioneras que han hecho de las «misiones» la razón de ser de su vida. Ellos proclaman sin fin las gracias y los dones de Dios, el don de su amor sin límite. No pocas veces este «sin fin» llega hasta el derramamiento de la sangre: de ellos, ¡cuántos han sido testigos, mártires, de la fe! Gracias a ellos se ha podido dilatar el designio o querer de Dios de hacer partícipes de su amor y misericordia, ceñidor y base de la unidad consumada entre las gentes. A ellos va mi recuerdo y el de todos, lleno de agradecimiento, acompañado de la oración y de la ayuda y cercanía que necesiten. Su ejemplo es estímulo y sostén para los fieles cristianos, y todo hombre de buena voluntad. Podemos sentir ánimo viéndonos rodeados de un número tan grande de testigos que con su vida y su palabra han hecho y hacen resonar en todos los continentes el Evangelio del Amor, de Dios que ama a los hombres hasta el extremo, y apuesta por el hombre. Los necesitamos.