La cultura de la desvinculación (la sola subjetividad guiada por el deseo de posesión), que surge en la postmodernidad, produce una serie de grandes rupturas morales, sociales y culturales, y por tanto políticas, que a su vez causan alteraciones muy graves en la identidad humana, en el significado de ser humano.
Estas son las principales:
-La liquidación social de la relación con Dios. En nuestro espacio público, Dios está proscrito, La neutralidad se confunde con la nada, y el pluralismo con el laicismo. Una consecuencia grave de esta liquidación es la exclusión del cristianismo de la vida pública.
-La exclusión cristiana conlleva a su vez una exclusión cultural, porque esta es indisociable de la cultura cristiana, al menos hasta tiempos bien recientes. También de las fuentes y fr la tradición cultural. Hoy Aristóteles es contracultural en la Universidad pública, y Santo Tomás de Aquino es un proscrito. De ahí que la gran contracultura hoy sea la que surge del cristianismo. Es el único gran proyecto de vida integral y alternativo.
-La emergencia educativa. Una de sus consecuencias es la enquistada crisis educativa. ¿Qué es hoy educar, es decir, conducir?
-La gran disrupción antropológica sobre el sentido y dignidad de la vida humana. Con el aborto eugenésico y la desprotección del ser humano concebido, aceptamos que hay vidas que no son dignas de ser vividas. Ruptura antropológica asimismo conducida por la perspectiva y el feminismo de género y LGBT+, y por la tecno-biología, la de las Normas para el Parque Humano que postulaba Peter Sloterdijk.
-Hay una ruptura de la solidaridad generacional que constituye una pesada losa que depositamos sobre los jóvenes:
·cifra de paro que más que duplica en España la cifra general, trabajo precario, sobretitulación;
·un pesado endeudamiento público que pagarán ellos;
·unas pensiones que no alcanzarán para ellos;
·y el desastre ambiental;
·por no hablar de una política de enfrentamiento, que abre abismos en lugar de construir puentes, porque ha olvidado aquello que ya señalaba Aristóteles como fundamental para la democracia: la amistad civil, es decir, la concordia.
-La injusticia social manifiesta en la distribución de las cargas de la crisis y los beneficios de la recuperación, en el aumento de la desigualdad y la pobreza, en el mercado como regulador último de las condiciones de vida.
-La desvinculación de la economía financiera, de la economía real de los trabajadores, de las propias empresas, incluso. Las finanzas convertidas en sistema global de especulación, el hiperendeudamiento de las familias, las empresas y el Estado como forma de vida.
-Y la desvinculación política. Que surfea sobre las otras rupturas, que posee una serie de consecuencias:
·La crisis institucional y política a causa de la conversión de las minorías dirigentes en oligarquías extractivas.
·La dimisión de las élites de sus responsabilidades sociales; el caso de Cataluña es un ejemplo de libro.
·La partidocracia, que secuestra la representación ciudadana y degrada las instituciones del Estado.
·La demagogia de la que nos habla Aristóteles como degradación de la democracia, que me parece una definición más descriptiva que la de populismo.
·El nacionalismo como manifestación desvinculada de la virtud patriótica a la que se refiere MacIntyre y de la comunidad.
Todo ello ha desencadenado en una serie de crisis acumuladas y de reacciones a las mismas. Este conjunto de fracturas ha dañado tanto las raíces como el horizonte de sentido que construye la identidad de las personas y de sus comunidades.
La identidad humana está construida en torno a la condición de ser humano, del ser persona, en su especificidad de hombre o mujer, y en sus desarrollos: paternidad y maternidad, filiación, fraternidad, familia, parentesco y dinastía. La familia así configurada podía desarrollar sus funciones básicas para el bienestar y la prosperidad. La perspectiva y feminismo de género y las múltiples identidades LGBTIQ+ y su adopción como ideología de Estado han destruido en gran medida este componente esencial de la identidad humana.
La identidad humana se fortalecía por la pertenencia a comunidades de vida y de sentido. La comunidad religiosa, el cristianismo en nuestro caso, era la comunidad fundamental, junto con la familia. La descristianización a la que eufemísticamente llamamos secularización ha destruido esta dimensión de la identidad humana,
Las otras comunidades realizaban una contribución, bien a la formación, bien al desarrollo de la identidad, como la escuela y las instituciones sociales relevantes. El trabajo, en el marco de las relaciones de producción, contribuía especialmente a forjar las dimensiones de la identidad personal y colectiva. Así se forjaba el reconocimiento, la autoestima, estrechamente vinculada a la dignidad. Las personas no solo poseían, sino que eran, y su valor no dependía exclusivamente de su capacidad de consumo. Un trabajador podía sentirse orgulloso de serlo y de participar en la identidad colectiva de la clase trabajadora. Un burgués no debía solo ganar dinero, sino cumplir con determinadas exigencias sociales y culturales para lograr el reconocimiento. Todo eso ha desaparecido o es muy tenue, mientras surge una clase social nueva desvinculada de todo el proceso productivo: el precariado, sin atributos, sin reconocimiento, sin identidad colectiva.
Los cambios en el escenario político no son nada más que la dimensión más visible y periférica de estas rupturas y daños en la identidad humana. La demagogia y el nacionalismo desvinculado son reacciones fruto de la frustración, el rechazo, la irritación, la indignación, el engaño y la desigualdad. Reacciones, por cierto, lejanas al canon cristiano de vida. Pero hemos de ver las causas que las provocan para encontrar las respuestas, porque, como la fiebre, son síntoma de una enfermedad, pero no son la enfermedad.
Creo que los cristianos tenemos una especial responsabilidad en la respuesta porque somos portadores, todavía ineficaces, de la superación de tales rupturas y crisis.
Publicado en Forum Libertas.