Somos discutidores, sí, incluso los que presumen de ser los más fieles. Ya hablamos en estas Páginas del malestar que había suscitado en determinados círculos el anuncio de Benedicto XVI de retomar en Asís una jornada de oración por la paz, que reuniera en la ciudad de San Francisco a los líderes de las principales confesiones religiosas del mundo. Curioso, el otrora considerado puño de hierro teológico merece ahora la sospecha de quienes se consideran más autorizados que Pedro para guardar la viña. Así que en vísperas del encuentro de Asís, el vaticanista del diario francés Le Figaro, Jean-Marie Guenois, ha pedido a los inquietos un voto de confianza para el Papa Benedicto.
Pero lo curioso es que la inquietud y el malestar afectan a una franja bastante plural. Estos días se ha conocido un folleto publicado por otro senior de la información vaticana, Gian Franco Svidercoschi, (que escribió incluso una biografía del joven Karol Wojtyla) en el que desgrana la consabida letanía de las lamentaciones: invierno eclesial, parálisis de ideas, incapacidad de diálogo con el mundo moderno... Y concluye pidiendo al Papa que vuelva a ser aquel joven teólogo del Concilio. Deprime un poco que alguien tan notable como Svidercoschi caiga en argumentos tan simplones, algunos de ellos patéticos desde el punto de vista intelectual. Pero más que contraponer argumentos habría que recomendarle que se hubiera pasado por Madrid en agosto, o que hubiese atendido al discurso en el Bundestag o a los discursos "reformadores" sobre la Iglesia en Friburgo. Este es el verdadero Concilio, el que da fruto. Pero en fin, no hay peor ciego que el que no quiere ver.
No es mi intención polemizar con los descontentos de izquierda y derecha, menudo tostón. Tan sólo quisiera señalar que este malestar plomizo se inserta en la tentación magistralmente descrita por el Papa en Alemania: la pretensión de construir una Iglesia a su medida, el malhumor de no ver realizado el propio proyecto y la pretensión de juzgarla desde fuera, que mata la dicha sencilla de los fieles que entonaban (recordaba el Papa) aquel alegre canto: "doy gracias al Señor, porque inmerecidamente me ha llamado a su Iglesia". Ese canto es como la melodía de fondo de cuanto dice y obra Benedicto XVI, como hemos visto el pasado fin de semana en Calabria.
Sí, estoy de acuerdo con Guenois en afirmar que Benedicto XVI merece confianza, pero casi me produce pudor tener que argumentarlo. Cuando alguien escucha, por ejemplo, su homilía en la Cartuja de Sierra San Bruno, sólo puede caer de rodillas, con el corazón ardiendo y la mente abierta, para decir "gracias Señor", gracias por haber regalado este capitán para la nave de tu Iglesia. "La cruz está firme mientras el mundo gira", reza el lema de los cartujos evocado por el Papa delante de los monjes. En medio del ruido del mundo, que a veces contagia a tantos hombres de Iglesia, permanece la estabilidad de la cruz, la única a la que podemos aferrarnos con seguridad razonable. Y vinculado estrechamente a ella está Pedro, discutido hasta el final de los tiempos por los que se creen sabios. Nunca le han faltado el humor y la ironía a Joseph Ratzinger. Y quizás algo de eso trasluce en su confidencia a los cartujos: "en esto estáis singularmente cercanos a mi ministerio". Pues claro que sí, yo me fío de él
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