La muerte de Steve Jobs se ha irradiado por los medios de comunicación a la velocidad de la luz, como un relámpago se ramifica en menos de un segundo en un cielo iluminado por esos sarmientos eléctricos que acaban pareciéndose a unas garras que te atrapan con su estruendo. Es la velocidad de la noticia, la velocidad de la red, el eco inconmensurable de los más importantes del planeta. La muerte, al fin y al cabo, es la misma, solo que algunos mueren junto a la lumbre de una cirio y otros como si estuviesen bajo infinitos focos alógenos irradiados desde el firmamento. Entonces, la pequeña finitud puede asemejarse a un espectacular clásico de fútbol donde el balón puede rodar y rodar, y nunca alcanzar la banda.
La muerte de Steve Jobs nos ha conmovido a todos, como tantas otras muertes, pero los óbitos mediáticos nos acaban sacudiendo socialmente, y esto siempre es una oportunidad de reflexión.
Del fundador del gigante Apple sabemos poco y mucho a la vez. Sin embargo, sabemos lo importante, que al fin y al cabo, es lo que hoy arranca mis palabras. Sabemos que era un tipo sencillo, un emprendedor, un hombre brillante. Creó Apple con 20 años, fundó la productora Pixar, la más importante en la actualidad, y consiguió estar a la vanguardia en todo lo referente a la comunicación y la informática. Un gurú con estrella, un genio, un Julio Verne discreto, poco dado a los excesos del éxito y mucho más amigo de la discreción y el esfuerzo, ese que demuestran los Premios Nóbel, galardonados que a veces pareciese no estar a la altura de ninguno de los “ídolos” que fabrica Telecinco, bien abanderados por el paradigma Belén Esteban.
Sin embargo este tipo deslumbró con su humildad. Rico, poderoso, con fama suficiente para comerse el mundo cuidó sus apariciones meticulosamente y lo hizo sin espectacularidad. De todas las apariciones públicas que le recordamos, hubo una que pasará a ese imaginario colectivo que acaba por inmortalizar esos grandes discursos que hacen historia, sin el tono épico de aquel William Wallace del cine, aquel que arengó a su andrajoso ejército escocés en la película de Braveheart, pero con la misma fuerza y profundidad. Me refiero al que pronunció durante la graduación del curso de 2005 en la Universidad de Stanford, que podéis encontrar subtitulado en youtube. Es para no perdérselo, de verdad.
Tres cosas de las que dijo el fundador de Apple me gustaría compartir con todos ustedes, tres cosas que no dejan de conmoverme y que comulgan con mi forma de ser o, al menos, de lo que intento ser. Tres cosas que nacen del corazón de un hombre ya enfermo, pero lleno de vida. Tres cosas muy útiles, sobre todo para los más jóvenes. Y él lo sabía.
En aquel discurso, Steve Jobs recordó que su vida no fue fácil, nada fácil, pero que descubrió que para vencer a la adversidad debía poner amor en aquello que hacía. Solo si uno hace lo que ama será feliz, solo si hacemos algo que le dé verdadero sentido a nuestra vida, entonces sí nuestra vida tendrá sentido. Y esto, no se equivoquen, siempre tiene que ver con nuestra repercusión en los demás.
¡Y qué decir de aquellos infortunios en los que a veces nos parapetamos para lamentar nuestra mala suerte! ¡Qué decir de todas aquellas cosas que nos vienen torcidas en la vida! Pues Jobs parecía tenerlo claro. Nada sucede por casualidad, hay algo que nos trasciende a todos, algo que organiza las cosas de una manera que nosotros no entendemos cuando miramos hacia el futuro, pero sí al poner en marcha la memoria. Entonces sí, dice el fundador de Apple, entonces sí podemos descubrir “que los puntos acaban conectándose”, como si “alguien” lo hubiese hecho por ti.
Sin embargo, aunque estas dos reflexiones son importantes, creo que la tercera es fundamental, tanto, que hasta puede llegar a cambiar nuestra vida. Steve Jobs recordaba que hubo algo que le ayudó a triunfar, algo que le ayudó a sacar de dentro suyo lo mejor que había en él, algo que lo colocó ante la verdad, ante el silencio de una vida que a veces acaba siendo todo ruido. Fue una dinámica, una sencilla dinámica que hoy me propongo a mí mismo y a ustedes. ¿Están preparados? Porque si no lo están, porque si uno de verdad no lo está, el vértigo puede llegar a hacernos daño. Sin embargo, si lo estás o al menos quieres intentarlo, ponte frente al espejo, tómate tu tiempo para mirarte y pregúntate: si hoy fuera el último día de mi vida, ¿querría hacer lo que estoy haciendo?
Y es que la muerte no solo causa dolor, también a veces puede alumbrarnos el sentido de nuestra vida.