En las actuales circunstancias que estamos viviendo en el Viejo Continente, se plantea la tarea de preguntarnos por aquello que pueda garantizar el futuro de Europa y por aquello que sea capaz de mantener su unidad e identidad interna a través de los cambios históricos, concretamente, los que se viven ahora.
No cualquier tipo de integración y consolidación europea que sobrevenga equivale por sí misma a un futuro europeo si no se salvaguarda la dignidad humana y una existencia conforme a ello, es decir, la centralidad de la persona humana. Está claro, y así son los hechos, que un mero aparato o el solo conjunto de medidas y competencias económicas podrían conducir a una disolución de Europa si, por ejemplo, se orienta la cosa a una tecnocracia cuyo criterio sea, por encima de cualquier otra consideración, aumentar consumo, ganancia o poder económico.
Una sociedad organizada en clave de progreso y bienestar material en la que los aspectos religiosos y morales fuesen dejados de lado, o recluidos a la esfera de lo privado, y en la que la felicidad se pretendiese que quedase garantizada por el funcionamiento de las condiciones materiales, estaría –ya lo vemos– abocada al fracaso, a la disolución de Europa.
Esto ha sido, se diga lo que se quiera, el caso de los países del socialismo real o comunismo. Es cierto que los sistemas comunistas fracasaron por su falso dogmatismo económico. Pero, con frecuencia, se olvida que se derrumbaron, sobre todo y principalísimamente, por su desprecio de la persona humana, por su subordinación de la moral a las necesidades del sistema, por sus promesas de futuro. Su verdadera catástrofe no fue de naturaleza económica; su desastre fue la desolación del espíritu, la destrucción de la conciencia moral.
Pero la problemática que nos ha legado el marxismo sigue vigente hoy. La liquidación de certezas fundamentales y originarias del ser humano acerca de Dios, de sí mismo, del universo, la liquidación de la conciencia de unos valores morales que no son de libre disposición, continua, sigue siendo también hoy nuestro primer problema. Esto es un peligro real; ¿acaso no está siendo esto mismo lo que puede estar conduciendo a una autodestrucción de la conciencia europea?
La edificación de la «casa común» de una nueva Europa, su real y verdadera integración, o la verdadera unidad entre los pueblos y naciones, más allá de otras cosas, para ser algo más que una quimera o algo más que el conjunto de unas relaciones empíricas y económicas, ha de construirse sobre la búsqueda y la afirmación de la verdad de la persona, único fundamento posible para el respeto a los derechos de los hombres y de los pueblos, por encima de todo relativismo, egoísmo o individualismo. Es decir, ha de construirse sobre la posibilidad de una respuesta verdadera a las cuestiones de fondo que han sacudido dramáticamente, en estos dos últimos siglos, la cultura europea.
La «armónica sociedad» prevista por la Ilustración como fruto de un abandono de lo que en ella se consideraba como los «prejuicios cristianos», y de una implicación sistemática de la razón inmanente, nunca ha llegado. Más aún, ha dejado tras de sí una larga secuela de todos conocida, incluso de destrucciones y de guerras. Esta problemática no sólo afecta al mundo que estuvo dominado por el marxismo, porque el ateísmo y el materialismo práctico, que llevan dentro de sí el mismo error antropológico que el marxismo, están muy difundidos en todas partes. Realmente toda Europa se encuentra hoy ante el gran desafío de tomar una nueva decisión a favor de Dios creador.
Es verdad que existe en Europa un deseo de unidad, pero no es posible ignorar las dificultades que existen –algunas son históricas, pero no sólo históricas, ni sólo económicas– para que esta unidad pueda ser una realidad efectiva. La unidad, la convivencia, la cooperación real, la edificación de la «casa común» europea sólo serán posibles si surge, en el horizonte presente de la historia, un sujeto social capaz de construirlas pacientemente, porque su experiencia de vida y su respuesta a los interrogantes fundamentales del hombre le hacen capaz de amar a toda persona humana en tanto que persona, partícipe del mismo misterio, de la misma dignidad y de la misma vocación, por encima de cualquier otra determinación de raza, cultura, religión, pueblo, clase social o adscripción política.
Éste es el gran desafío en la actual encrucijada de Europa. En esta encrucijada, el reciente discurso del Papa Benedicto XVI ante el Parlamento de Alemania, su país natal, es una gran luz que se proyecta sobre el conjunto de Europa, sobre cada una de las naciones y de sus gobiernos, y sobre toda determinación política, social, cultura o económica.