Entre los muchos recuerdos, gestos y hechos cargados de futuro que dejará, sin duda, la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid es necesario mencionar –por su alcance y gran calado– el anuncio del Santo Padre de la proclamación de San Juan de Ávila, patrón del clero español, como Doctor universal de la Iglesia. Será el tercero de los Doctores españoles de la Iglesia, tras San Isidoro de Sevilla y Santa Teresa de Jesús, de la que fue, por cierto, su sabio y prudente consejero, y también lo fue de san Ignacio de Loyola y de tantos otros. Como español y como sacerdote me conmueve este gozoso anuncio del Papa durante la Santa Misa con seminaristas de todo el mundo en la madrileña catedral de Nuestra Señora de la Almudena, que quizá ha tenido menos relieve en la opinión pública del que cabría esperar, a pesar de su significado.
San Juan de Ávila, hombre del siglo XVI español, de la reforma y renovación eclesial más señera, es una figura de una talla excepcional, de una actualidad grandísima que tiene mucho que decir a la Iglesia y a la sociedad de hoy y del futuro. De él dijo, entre otras cosas, el Beato Juan Pablo II que, «ante los retos de la nueva evangelización, su figura es aliento y luz, un modelo siempre actual». Nos encontramos, en efecto, ante la urgencia apremiante de una nueva evangelización, que es tarea esencial que no admite más demora en este tercer milenio: ahí aparece como un potente faro San Juan de Ávila.
No resulta extraño que en estos precisos momentos de «nueva evangelización», el doctorado de San Juan de Ávila es invitación a fundamentarse en su pensamiento, en sus escritos y en su vida de santidad señera que, en su tiempo, ya llevó a cabo, de hecho, una vigorosa y «nueva evangelización». Innegablemente, hoy, los distintos campos y dimensiones de la urgente acción pastoral de la Iglesia, concretamente de la nueva evangelización, se ven iluminados y fortalecidos a la luz de los escritos y vida de este santo pastor y evangelizador.
El «Maestro Ávila», así llamado y conocido en su tiempo, va a ser proclamado «Doctor» de la Iglesia universal. Doctor, por encima de todo, como sacerdote, como sacerdote santo y sabio para una nueva evangelización en su tiempo y en el nuestro; Doctor como evangelizador mediante la palabra, la predicación y la santidad de vida sacerdotal. Ante todo fue un evangelizador; urgido, como san Pablo, a evangelizar: así lo atestiguan la historia, sus biógrafos, los testigos de su vida y de su predicación, la estela de santidad y de frutos que dejó por donde anduvo sembrando la Palabra de Dios. Al igual que San Pablo, no le importaba anunciar el Evangelio a tierno y a destiempo, con ocasión y sin ella, aún en plena calle; en todo momento se sentía urgido a anunciar el Evangelio, convencido como estaba de la necesidad que tenían de Dios, de su misericordia, y de la salvación de Jesucristo los hombres de su época, tan crucial y de tan grandes, profundos y decisivos cambios en la humanidad, a la que amaba con pasión y amor extraordinarios al estilo de san Pablo.
El preconizado nuevo Doctor de la Iglesia se centre en lo esencial: en la prioridad de Dios, de su amor y de su gracia por encima de todo, en proclamar a Jesucristo, Cristo crucificado, en cuyo misterio, «sabía cuanto para nuestra salvación se puede saber, que es todo lo que comprende y trata la teología cristiana»; porque, según el Maestro Ávila, –y así es– nada hay que mueva más, que consuele más, que dé más esperanza, que invite con mayor fuerza y persuasión a una respuesta de fe en Dios, que el amor que nos mostró y otorgó al entregar a su propio Hijo.
Y, por lo mismo, el evangelizador, testigo de esto y del beneficio inigualable que en Jesucristo se vive, no puede ser sino un hombre enraizado y movido en todo por ese mismo amor, que se traduce en un amor que sólo busca el bien, el supremo bien de los otros. Por esto dirá en sus «Advertencias al Sínodo de Toledo» que «más conviene que los que se envían a semejante ministerio de predicar sean gente que, además de la suficiencia de las letras, tenga caridad y celo para ganar almas, atrayéndolas a Dios con su doctrina y con su ejemplo de vida y santidad». Conmueve y estremece el amor que sentía hacia sus oyentes. Son páginas bellísimas las que dedican sus biógrafos primeros, Muñoz o Luis de Granada –uno de sus grandes discípulos– a este amor o caridad entrañable de San Juan de Ávila, y más todavía las mismas expresiones del Maestro en sus cartas a predicadores o entro de sus sermones.
Ahí está el secreto de su predicación o la fuerza de su obra evangelizadora: la caridad, el amor a los hombres para los que buscaba lo mejor, es decir, su salvación; le importaba muy mucho la suerte de los hombres. Su ardiente y apasionado celo apostólico tan vivo por la salvación de los hombres, le llevaba a esa extresión avilista tan conocida y difundida tantas veces, de que el predicador ha de subir al púlpito, predicar, «templado», «hambriento», como el azor antes de la caza. Por ello mismo se entiende también su llamada fuerte y vigorosa a la conversión de aquellos a quienes se dirigía con su palabra ardiente, apremiado como estaba por el amor de Dios, a Jesucristo, el Hijo único de Dios. Se trataba sencillamente de aquel ardor que el Beato Juan Pablo II ponía en primer lugar para una nueva evangelización: nueva en su ardor. Es lo que, sin duda conmovió a San Juan Dios, uno de los que tuvieron la gracia de la conversión ante tal ardor y fuerza de su palabra, a la que acompañaba el ardor del amor de la santidad.
Para San Juan de Ávila esto era fundamental y primero. Se trata de concentrarse en lo esencial, como tan admirablemente en nuestros días está haciendo quien nos preside en la caridad y nos preside en la fe a toda la Iglesia, Benedicto XVI, por ejemplo en su pasado viaje a Alemania que tantas, tan ricas y esenciales ha dejado para todo el mundo. ¡Qué necesario, actual, válido, perenne y universal es esta enseñanza ahora y en todo momento!