El laxismo es una actitud moral que ante una situación dudosa opta por la alternativa más fácil o menos exigente. No hay duda de que los cristianos padecen este síndrome, pero en lo que quiero centrarme ahora es en la relajación generalizada ante las prácticas penitenciales, que siguen menguando hasta el punto de que ya no se espera nada de los católicos en ese sentido.
A lo largo de los últimos sesenta años, la idea dominante ha sido que, tras un periodo de excesivo “legalismo”, la Iglesia se ha apiadado de los católicos y ya no les exige demasiado. Según parece, poner el listón muy alto simplemente conduce a la gente al pecado al no conseguir alcanzar esos estándares.
Veamos cuál ha sido la consecuencia.
Precisamente la Cuaresma es uno de los ejemplos más evidentes. La Cuaresma empezó como un ayuno de todo el día durante cuarenta días, con una única comida después de ponerse el sol, en la que no se permitían ni vino ni aceite ni productos de origen animal. Con el tiempo, la Iglesia permitió una colación en torno a mediodía. A principios del siglo XX, aunque se mantuvo un cierto ayuno todos los días, las exigencias se rebajaron y se permitió un poco de carne en una de las comidas en algunos días. Tras el Concilio Vaticano II quedaron dos únicos días de ayuno en todo el año, si bien se permiten en ellos dos colaciones. Ya no queda un solo día de ayuno que pueda compararse con la Cuaresma original.
Lo mismo sucedió con el ayuno eucarístico. Tradicionalmente comenzaba a medianoche del día anterior. Pío XII lo redujo a tres horas. Y ahora es de solo una hora antes de comulgar, lo que, en domingo, casi equivale al comienzo de la misa. Prácticamente el ayuno eucarístico ha desaparecido.
Otras prácticas penitenciales se han hecho opcionales. Cuando los obispos estadounidenses permitieron que otra penitencia sustituyese a la abstinencia de carne los viernes, dijeron que esperaban en que la mayoría de los católicos mantuviese voluntariamente la abstinencia. Sabemos que esa penitencia de los viernes ha desaparecido casi por completo en Estados Unidos (sigue vigente en el derecho canónico, sometido a las conferencias episcopales). También se han esfumado otras penitencias opcionales, como la de las Témporas y las Vigilias, que ahora regulan los obispos y son virtualmente inexistentes.
Podríamos decir lo mismo respecto a los diezmos y limosnas, entendidos, en la medida en que suponen un sacrificio de medios económicos, como una forma de penitencia. Las exigencias de la Iglesia respecto a la aportación económica de los católicos eran antiguas y concretas, a menudo respaldadas por la ley civil. Sin embargo, los católicos son conocidos hoy por dar muy poco. Algunos podrían alegar que estamos ante una reacción a los escándalos de abuso en la Iglesia, pero la caída de los donativos católicos es anterior a esa crisis. Y hay que recordar que el diezmo y la limosna son prácticas espirituales, directamente relacionadas con la vida espiritual, se piense lo que se piense sobre su gestión económica por parte de la Iglesia (lo cual no es una excusa para la corrupción).
¿Dónde concluirá esta tendencia?
Creo que solo hay dos opciones. La primera ya la estamos viendo. Este laxismo puede conducir a la eliminación de prácticas largo tiempo mantenidas en la Iglesia, que simplemente desaparecerán y se desvanecerán de la memoria. Es la experiencia de las últimas décadas.
La otra opción para la Iglesia es empezar a elevar las exigencias, asumiendo que la relajación en la penitencia ha conducido a un deterioro de la vida cristiana. Hace unos años, los obispos de Inglaterra y Gales volvieron a la penitencia de la abstinencia de carne en viernes, en un esperanzador signo de renovación.
Unas exigencias demasiado bajas conducen a un bajo nivel de práctica y de crecimiento. Si exiges poco, recibes poco o nada. No es misericordioso mantener unos estándares tan bajos que el católico medio no reciba ningún impulso a realizar ningún sacrificio real ni a crecer en la vida espiritual. La escritora Flannery O’Connor comprendió la lógica de una auténtica penitencia para el crecimiento espiritual, y por eso rezaba así: “Dame fuerzas para soportar el dolor y recibir la gracia”. El principio de que no hay ganancia sin sufrimiento rige también en la vida espiritual. Hemos protegido tanto a los católicos contra el sufrimiento que procede del sacrificio, que nos hemos encontrado con una Iglesia anémica. En una cultura saturada de comodidad y lujo, necesitamos más penitencia que en el pasado, no menos.
Debemos acabar con la relajación antes de que nuestra relajación impida una robusta vida de fe en la Iglesia. La salud de la vida moral y espiritual está ligada a nuestra práctica exterior, porque somos una unidad de cuerpo y alma. Quizá superar la relajación en lo que concierne a la penitencia nos capacite también para superar nuestro laxismo moral. La renovación en nuestra vida y en la Iglesia puede comenzar simplemente redescubriendo el poder de la penitencia.
Publicado en el blog del autor, Building Catholic Culture.
Jared Staudt es profesor de Teología y de Historia de la Iglesia, padre de familia y oblato benedictino.
Traducción de Carmelo López-Arias.