El mes pasado vivimos en Madrid unos días inolvidables: la Jornada Mundial de la Juventud. Toda España y el mundo entero vivimos esta Jornada; a toda las partes llegaron las imágenes y los ecos de estos días: días de una alegría desbordante, de una gran esperanza que abría la aurora de unos nuevos horizontes o, mejor, que hacía ver que estamos ya en camino hacia horizontes nuevos de futuro: los que da la firmeza de la fe, el enraizamiento en Jesucristo, el edificar un mundo nuevo sobre la roca sólida que nadie puede abatir: Jesús, el Hijo de Dios vivo.
Providencialmente en la Eucaristía dominical con la que culminaba esta Jornada se proclamaba el Evangelio en el que Jesús pregunta: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre? Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Junto a esta pregunta, siempre actual y palpitante, siempre decisiva, porque ahí se juega todo, la respuesta de Pedro, la respuesta de la Iglesia de todos los tiempos en los momentos difíciles o fáciles, en las circunstancias cruciales y decisivas de la historia personal o colectiva de los hombres, también la respuesta de aquella multitud incontable de jóvenes reunidos con el sucesor Pedro, el Papa, en Cuatro Vientos: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».
Ésta ha sido la clave de la Jornada Mundial de la Juventud y sin ella no se explica nada de lo que allí aconteció: Jesucristo; al que los jóvenes buscan, al que los jóvenes quieren, de quien los jóvenes tienen necesidad, porque saben o intuyen que a ningún otro pueden acudir porque sólo Él tiene palabras de vida eterna, sólo Él llena de verdad los anhelos más profundos del corazón grande de los jóvenes, ansiosos de amor, de verdad, de libertad, de dicha y alegría que permanezca, sólo en Él se disipan todos los miedos, incertidumbres, decepciones e inseguridades que les acechan, agravadas e intensificadas en los momentos que atraviesan, y sólo en Él se encuentra la gran luz y la firme esperanza.
Toda la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid se encaminó hacia ese momento, en que se proclamaba ese Evangelio, no buscado expresamente para este día, sino el que tocaba en ese domingo, y que se hacía realidad viva en la Eucaristía, sacramento de nuestra fe, presencia real del mismísimo Jesucristo, que nos amó hasta el extremo y ha dado y da su vida por nosotros para que tengamos vida.
Los momentos más álgidos de la Jornada fueron, sin duda, los minutos de adoración en la vigilia del sábado anterior, con aquel gran y sobrecogedor silencio, que era confesión de fe, y la Eucaristía en la explanada de Cuatro Vientos, sobre todo en aquel otro no menos sobrecogedor y adorador silencio del momento de la consagración; y junto a estos momentos, el impresionante y conmovedor del espacio de las confesiones o de la Capilla del Santísimo para la adoración y la oración, en el parque del Retiro. Todos estos momentos tienen un denominador común: el de la presencia real, viva y salvadora de Jesucristo, Dios con nosotros.
Inseparables de estos momentos fueron los encuentros del Papa en el Hogar de San José de los Hermanos de san Juan de Dios, en Carabanchel, donde se palpaba la presencia de Jesús en los pobres y en los que sufren; o el mantenido con los seminaristas en la Santa Misa de la Catedral de Nuestra Señora de la Almudena, que recordaba la escena del joven rico y el llamamiento a seguir hoy a Jesús, vivo y presente en medio nuestro; o aquel otro encuentro, tan pletórico de alegría del Espíritu con las jóvenes religiosas, tenido en El Escorial, que evocaba la admiración de los primeros cristianos, testigos del Resucitado; o el encuentro con los jóvenes profesores de Universidad que nos hacía recordar que el Logos se ha hecho carne y ha puesto su tienda entre nosotros. No podemos dejar de lado aquel otro momento tan evocador de nuestras raíces hispanas que fue el Via Crucis.
Todo, todo, nos hace ver, que la verdad de Jesucristo, la fe en él, es la clave no sólo de la Jornada Mundial, sino también de todo hombre y de la humanidad entera, de la Iglesia y de la sociedad. Sin Él nada podemos hacer. Pero Él, por su parte, nunca se aparta de nosotros; nos es supremamente cercano; camina con nosotros, también hoy; no nos deja solos; nada nuestro le es ajeno. La Iglesia no tiene ni otra palabra ni otra riqueza que ofrecer a los jóvenes y a la humanidad de hoy que ésta: Jesucristo; pero no la dejará morir ni dejará de darla a los hombres y a los jóvenes, en las encrucijadas de los caminos de la Historia.
Cuando estaba finalizando la Jornada Mundial, en aquella explanada de Cuatro Vientos, a la multitud incontable de jóvenes allí reunidos, en torno al sucesor de Pedro, hambrientos de Dios, hambrientos de amor, hambrientos de pan verdadero, hambrientos de libertad y de felicidad, expectantes y con su mirada puesta en Jesús, buscando comprensión y cercanía hacia ellos, de alguna manera se repetía la escena de la multiplicación de los panes. Jesús, dice el relato evangélico, tuvo compasión de aquella multitud, hambrienta y extenuada, que le seguía para escucharle y alcanzar curación, y les dijo a sus discípulos: «Dadles, vosotros, de comer». En la explanada de Cuatro Vientos, y en toda la Jornada Mundial de la Juventud, se cumplió el mandato de Jesús: los discípulos, esto es, la Iglesia encabezada por el Sucesor de Pedro, dieron de comer a aquella multitud de jóvenes venidos de todas las partes del mundo. La Iglesia les dio el Pan que necesitan y que sacia toda su hambre: Jesucristo, el Pan de su Palabra y el Pan de su carne para la vida del mundo. Esto es lo que la Iglesia puede y debe hacer sin desmayo alguno. Éste es el gran reto para la Iglesia que nos deja la Jornada Mundial: dar a los jóvenes el alimento que necesitan para proseguir su camino llenos de vitalidad, firmeza y esperanza: Jesucristo, en su Palabra y en los Sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, el testimonio claro e inequívoco de la verdad y del amor de Jesucristo, el Hijo de Dios vivo.