La semana pasada, a propósito del artículo que publiqué en este periódico bajo el título de “Australia gobernada por masones”, un comentarista que firmó con el nombre de Godofredo, habló de la “ignorancia y osadía del Sr. Guillamón en temas masónicos, porque no da ni una”. De ordinario no suelo entrar en polémicas con quienes me contradicen, porque creo a pies juntillas en la libertad de expresión y de opinión, pero en esta oportunidad voy a hacer una excepción, en atención cortés a Godofredo, al que supongo masón por su modo de razonar.
Empecemos por el principio, porque la respuesta más o menos completa puede ir para largo. Las llamadas Constituciones de Anderson, la primera regulación de la Orden, “contienen la Historia, las Obligaciones, Reglamentos & c. de esta muy antigua y muy Venerable Fraternidad”. En el largo apartado histórico el autor intenta demostrar el origen antiquísimo del oficio masónico (entendido como un precedente de la masonería “filosófica” moderna), tan antiguo que lo remonta al padre Adán. Data el texto en el “Año de la Masonería” 5723, o sea, los 4000 años atrás desde que Dios creó al hombre hasta Jesucristo, más los 1723 años del “Año de Gracia” (de la era cristiana) en que se publicó dicho reglamento.
“Adán, nuestro primer padre, creado a imagen de Dios, el Gran Arquitecto del Universo, tuvo que poseer las Ciencias liberales, y especialmente la Geometría [...] que enseñó a sus hijos”. Imaginen la ciencia infusa que tenía el primer hombre bíblico. “Noe –sigue- y sus tres hijos, Jafet, Sem y Cam (fueron) todos ellos auténticos masones...” “Abraham –dice más adelante-, unos 268 años después de la confusión de Babel, fue llamado en Ur de Caldea, donde había aprendido Geometría y aquellas Artes que funcionan mediante ella, lo cual transmitió cuidadosamente a Ismael, a Isaac y a los hijos nacidos de Ketura; y por medio de Isaac a Esaú y Jacob y a los doce Patriarcas”. De modo que no eran pastores nómadas según creíamos de acuerdo con la Biblia, sino geómetras, o, en el mejor de los casos, pastores y geómetras.
“Moisés –continúa narrando el autor de las Constituciones- se convirtió en el Maestro General Masón así como en rey de Israel porque era simultáneamente hábil en todos los conocimientos egipcios y divinamente inspirado por su repentino conocimiento de la Masonería. [...] Los israelitas, a su salida de Egipto, eran un completo Reino de masones bien instruidos, bajo la dirección de su Gran Maestro Moisés que les orientó frecuentemente en una Logia regular y General, mientras estaban en el desierto, y les otorgó sabias Obligaciones, Reglamentos, etcétera”.
Para construir el Primer Templo –siempre según Anderson- “Salomón dependió ampliamente de Hiram, el rey de Tiro, que le envió a sus masones (constructores) y carpinteros. [...] Pero sobre todo le envió a su homónimo Hiram, el Masón más perfecto de la Tierra”. “El sabio rey Salomón fue Gran Maestre de la Logia de Jerusalén y el ilustrado rey Hiram fue gran maestre de la logia de Tiro”. “El glorioso Augusto llegó a ser el Gran Maestre de la Logia de Roma”.
Una de las fábulas más socorridas de los masones es la de Hiram Abif, el supuesto arquitecto del Templo de Salomón o Primer Templo de Jerusalén. Según Xavier Casinos, autor afecto a la orden (Quién es quién masónico, Ediciones Martínez Roca, Madrid, 2003, pág. 12) “La Biblia narra que Hiram, hijo de una viuda de la tribu de Neftalí, fue asesinado por tres de sus discípulos, celosos de su saber, y con él murió el secreto del templo. Salomón mandó a tres masones en busca del cadáver para desenterrarlo y recuperar el secreto. La leyenda de Hiram y el templo de Salomón ha inspirado la estética y parte del ritual de las masonería. [...] Además, los masones se autodenominan hijos de la viuda, en referencia al arquitecto de Salomón”.
No sé en qué Biblia ha leído Casinos el relato anterior, pero desde luego no en la versión aprobada por la Conferencia Episcopal Española (edición de La Casa de la Biblia) porque semejante fábula no aparece en ella por ningún lado. Lo que dice la Biblia canónica (1R 7, 1314) es que “Salomón mandó traer a Jiram de Tiro, hijo de una viuda de la tribu de Neftalí y de padre tirio; era un experto broncista, dotado de sabiduría, inteligencia y pericia para toda clase de trabajos en bronce”. Así resulta que Hiram, el “Masón más perfecto de la Tierra”, no era arquitecto, ni constructor, ni siquiera peón de albañil, sino “experto broncista”, fundidor en “moldes de arcilla en la región del Jordán, entre Sucor y Sartán”, cuya especialidad tiene poco que ver con la albañilería propiamente dicha. Tampoco hay dato alguno bíblico que haga referencia a su asesinato ni a la tumba sobre el que se planto una rama de acacia que arraigó –otro de los grandes símbolos masónicos, el de la acacia-, ni que Salomón mandase a nadie a recuperar su cadáver.
Pero aquí no acaba la cosa. Xavier Casinos dice a continuación: “La leyenda sobre el templo de Salomón condujo a las cruzadas y a los caballeros templarios. Muy pronto surgieron teorías sobre el origen templario de la masonería”. Ya tenemos a los misteriosos y achicharrados monjes-soldados de la orden militar del Templo de Jerusalén metidos en el baile, contagiados de gnosis, que, naturalmente, transmitieron a la masonería.
La gnosis es el conocimiento profundo de las cosas divinas, que al parecer sólo está al alcance de los iniciados. El texto gnóstico más difundido es la doctrina expresada en los libros de Hermes, o pseudo Hermes Trismegisto. Hermes es el dios griego (los romanos lo llamaron Mercurio), del comercio, del fraude, de la palabra y la elocuencia, inventor de la escritura, matemáticas, astronomía, pesas y medidas, patrono de los ladrones, de los caminos y caminantes (Manuel Guerra, Diccionario Enciclopédico de las Sectas, cuarta edición, BAC, Madrid, pag. 361). Hermes Trismegisto, por su parte, es el dios egipcio Tot, según lo llamaron los antiguos griegos. Significa tres veces grande, y, al decir de neoplatónicos y cristianos de los siglos III y IV, corresponde a un antiguo rey de Egipto del siglo XX antes de Cristo, inventor de todas las ciencias y a quien la tradición mitológica atribuye numerosísimos libros, entre ellos obras secretas de magia, astrología y alquimia. (Continuará)