Cuando un colectivo de supuestas víctimas de pederastia sacerdotal acude al tribunal de La Haya, pretendiendo imputar al Papa Benedicto XVI como presunto encubridor, en el catolicismo oficioso se producen dos reacciones diferentes: La de aquellos que no se preocupan y la de los que sí nos preocupamos: Que nos preocupamos mucho.
Los que no se preocupan son los que viven de espaldas al drama en todas sus vertientes, desde la voladura “controlada” – ya quisieran controlarla - de la economía, hasta la proliferación de conflictos armados, de nuevos colectivismos o comunismos teledirigidos, y la agonía de un derecho internacional sometido a las sectas financieras. Son los que contemplan el espectáculo mundial desde la ventana, convencidos de que no les afecta… En la Iglesia, son los que ignoran la dinámica de salvación y viven una religiosidad convencional: Una religiosidad marcada por los estigmas de la sumisión al mundo, aunque aparezcan recubiertos de piedades aparatosas.
Los que nos preocupamos – y nos preocupamos mucho, siempre dentro de una confianza total en la Providencia que gobierna la historia – somos la minoría que ha recibido la gracia de cierta comprensión de las Escrituras proféticas, adecuada a los signos de los tiempos, o aquellos, también escasos, que han permanecido atentos a los anuncios de las mariofanías y de las revelaciones privadas. Unos anuncios que han multiplicado sus apremios en los últimos años, advirtiendo la cercanía de la Segunda Venida de Cristo, y por ello unos prolegómenos anticrísticos, ya iniciados… Una minoría desgraciadamente muy escasa debido a la hegemonía dentro de la Iglesia de la visión para-escatológica, alimentada por el discurso de sectores oficiosos y determinadas jerarquías. Conviene precisar que ésta visión no solo es teológicamente errada, como ya advirtiera el eximio doctor Canals Vidal sino, además, sociológicamente insostenible: El análisis estadístico no permite dudar de más de un 20 aproximado de las revelaciones, siendo todas las demás perfectamente concordantes y coherentes en sus crecientes advertencias.
Nos preocupamos, pero debido no tanto a la malicia de las agresiones exteriores, sino, sobre todo, a la situación interna de la Iglesia, tan crítica que puede convertir dichas agresiones, en cualquier momento, en el detonante de un movimiento formalmente eclesiástico para “sustituir” al Papa. Las maniobras externas son de por sí burdas. Las asociaciones que las protagonizan son meras terminales mercenarias del mismo poder sombrío que trata de manipular la crisis mundial. Podrían pasar por empeños publicitarios para erosionar la autoridad moral de Benedicto XVI, ya que las masas embrutecidas por determinados medios lo digieren todo, si no fuese porque, en este caso, hay además un intento evidente de estorbar a Roma las medidas más eficaces de gobierno de las iglesias centroeuropeas – Austria y Alemania – sabiendo que el acoso informativo puede tener un efecto disuasorio de las podas imprescindibles… La situación de la estructura jerárquica de la Iglesia, en cambio, es preocupante cuando se la contempla desde la perspectiva de los signos de los tiempos:
las defecciones en materia doctrinal de varios presidentes de conferencias episcopales importantes parecen la punta de un iceberg. Baste con recordar los pronunciamientos erosivos del presidente de la conferencia portuguesa sobre el sacerdocio femenino, del de la mexicana sobre la última reforma constitucional, o del de la alemana acerca de los divorciados y su admisión sacramental. El desprecio a los preceptos evangélicos subyacente en tales intervenciones revela, además del alcance ramificado y estratégico de la contestación interna, la orientación pretendida, de adaptación sumisa a la cultura dominante. Pero resulta que los paradigmas morales de dicha cultura distan de ser inocuos o ingenuamente paganos, ya que se materializan en costumbres e instituciones aberrantes y criminales. La adaptación a esta cultura no puede disimular su inspiración satánica por mucho que invoque un “cambio de talante” animado por “la caridad”.
El reconocimiento de los signos de los tiempos - específicamente la conciencia de la incubación seudo-profética en la Iglesia – advierte con claridad, por el contrario, que toda la parafernalia “teologal” del Anticristo, ya incubada, se apoya en una distorsión de la caridad: Una “caridad” de signo exclusivamente horizontal, en principio “dulcificadora” y finalmente negadora de la norma divina.
La erupción de tal amor prostituido a lo largo y ancho de la estructura humana de la Iglesia muestra una multiplicación alarmante de signos, que ningún discurso convencionalmente optimista puede ya despreciar. Se hace evidente la extensión de un cuerpo eclesiástico contaminado, sujeto de mala gana y provisionalmente a un Vínculo de autoridad discutida. Un Vínculo (Za 11, 7) lleno de buena voluntad, aunque humanamente frágil y con margen de maniobra en disminución. Un Vínculo, en realidad, sometido a la extrema tensión entre una concepción puramente formal, acomodaticia, de la unidad, y otra, fundada en el celo evangélico que, fijando límites, rompería aparentemente la uniformidad.
El escenario es dramático, por mucho que el guión definitivo permanezca en las manos exclusivas de Dios. Y por mucho que las aproximaciones proféticas sigan ignoradas por la mayor parte de sus protagonistas más próximos. Las agresiones judiciales exteriores, que en sí mismas apenas serían arañazos superficiales en la epidermis eclesiástica, se vuelven preocupantes cuando se conoce el curso de la Pasión de la Iglesia y se meditan las indefensiones y las soledades de Getsemaní. Se adivina, en la literalidad precisa de las Escrituras, la sombra análoga de Judas, agazapada en espera de su momento. Un momento que no puede retrasarse mucho, ya que el sectario también, por la vía gnóstica, intuye la cercanía definitivamente clarificadora del Rostro divino. No es preocupante el intento de La Haya, jurídicamente insostenible, pero si es preocupante el repunte de un clima destinado seguramente a encontrar resonancias internas. Los alfilerazos “judiciales” dejan de serlo y se convierten en espadas de Damocles en este contexto propiamente apocalíptico.
Toda oración por el Papa es poca. Cualquier mortificación, oportuna y necesaria. Porque quizá el guión profetizado pueda ser limado en sus peores aristas si el pueblo más consciente forma una piña espiritual en torno al Vicario de Cristo. Pero son oraciones y sacrificios que urgen hoy y ahora. No para un mañana preñado de sorpresas.