En días convulsos, los minúsculos sucesos cotidianos, más bien que los aspavientos parlamentarios, señalan la deriva de las naciones. ¡Qué pocos, allende los religiosos, dan a la conciencia el lugar que le corresponde: la fuerza gravitatoria del comportamiento humano! Tan importante era, que el materialismo dialéctico trató de ocupar su lugar, infructuosamente, dicho sea de paso. Ley del Espíritu la llamaba el cardenal John Henry Newman.
En la víspera de los debates de investidura acaecía un hecho en apariencia nimio: un señor mayor era prendido por agentes de la ley a la puerta de la sede de un partido político. Fuentes policiales en la redes sociales se apresuraron a afectar la retirada forzosa por orden política de obligado cumplimiento, agregando que la intervención no era necesaria para la seguridad y que no era una medida justa pero, ante todo, había que hacer de “garantes de la ley y no de justicieros”. No está mal aducir el deber positivo siempre que no se caiga en el positivismo y quede anegado el deber de la conciencia. Más aún, ¿acaso un hombre no puede actuar en conciencia cuando el ejercicio del poder y su panoplia legal se manifiestan ilegítimos? Cualquier positivista objetaría que el cumplimiento del deber es lo primero y nadie puede abjurar de ello por considerar ilegítimas las órdenes. Débil objeción por dos razones: primera, no hay positivista capaz de discernir la jerarquía de deberes; segunda, la ilegitimidad no puede ser subjetiva, máxime cuando deriva del choque entre norma y conciencia.
La ley del espíritu desmonta el espíritu de las leyes y todas las reglamentaciones inicuas, pero uno de los males latentes de nuestra era es la subyugación de la conciencia promovida por la supuesta laicidad del Estado, siempre enzarzado en pretensiones ideológicas. La apoyatura de la libertad de conciencia nunca existió. No hay descabello más sofocante que el reclamo de la conciencia libre para, a posteriori, impedir su ejercicio. La cruda realidad es que, llegado el caso, ni siquiera un agente de la ley, impelido por el normativismo y los pestilentes manejos de la política, puede actuar en conciencia sin jugarse el tipo o comprometer el sustento familiar.
La saga de los mártires legó hombres irrepetibles para esta época de molicie del alma: hombres como Tomás Moro, Juan Fisher o Tomás Beckett fueron conscientes de que solo hallarían la libertad en el Dador de la conciencia. Santo Tomás Moro testimonió en sus Cartas desde la Torre que jamás podría ir en contra de su conciencia al negarse a validar a Enrique VIII como jefe de la iglesia de Inglaterra y el divorcio de Catalina de Aragón. La obediencia a Dios y a la Iglesia estaba por encima de la férrea obediencia al rey. Le costó la vida, pero ganó la eternidad. Idéntica suerte corrió su amigo Juan Fisher. Siglos antes, otro santo y lord canciller de Inglaterra, Tomás Beckett, murió a manos de los hombres de otro Enrique, Enrique II, por negarse a admitir injerencias en el clero.
Vidas ejemplares que hoy quedan fuera de lugar, no así los verdugos de la conciencia ajena, que siguen haciendo carrera y refinando sus métodos: gerifaltes y politicastros del Estado druida (más conocido como Estado laico) se las componen con argucias jurídicas, trampas morales y prolijas campañas de sexualidad desbocada para anular el juicio y conculcar la libertad de conciencia.
Todo está permitido para desobedecer la conciencia si es para que los miembros del pueblo llano se hagan añicos, y todo está prohibido ante la necesidad de obedecer la libertad de conciencia frente a la autoridad de turno del Estado druida. De esta manera, la libertad de conciencia se convierte en una trinca leguleya, al antojo de manejos y ordenanzas de yugo anglicano. Mucho han aprendido los nuevos sátrapas de sus antiguos colegas de profesión acerca de la injerencia en conciencia ajena. Bajo las piedras han descubierto nuevos aforismos para el mal; uno de ellos, fácil de entender: en conciencia que no cabe dador siempre manda el emperador.