Durante varias semanas, con diversos títulos, he venido reflexionado sobre «Cristianismo y secularización». Para finalizar este tema añado que la secularización y el laicismo comportan un verdadero reto para la Iglesia, para Europa y para España. Ese reto comporta una pregunta, ¿hacia dónde se encaminan nuestros pueblos? De la reflexión que venimos haciendo, hay un aspecto que quisiera en estos momentos destacar. Europa, como concepto cultural e histórico, como «acontecimiento del espíritu» por el encuentro entre el logos griego y el Logos divino que se ha hecho carne, es cuna y morada de las ideas de persona, verdad y libertad, es decir, de la dignidad humana, y esto ha influido en el resto de los pueblos, especialmente en América.

Con independencia de otras cuestiones y análisis, se nos plantea ahora el preguntarnos por aquello que pueda garantizar el futuro de nuestros pueblos y que sea capaz de mantener su identidad interna a través de los cambios históricos.

Se nos plantea, pues, la insoslayable tarea de edificar sobre lo que hoy y mañana prometa mantener la dignidad humana y una existencia conforme a ella. No cualquier tipo de edificación que sobrevenga equivale por sí misma a un futuro de nuestros pueblos; sólo si se salvaguarda esa dignidad y esa existencia conforme a ella. «Una comunidad que se construye sin respetar la auténtica dignidad del ser humano, olvidando que cada persona está creada a imagen de Dios, acaba por no traer nada bueno».

Benedicto XVI ha dicho con la claridad que le caracteriza: «No se puede pensar en edificar una auténtica “casa común” descuidando la identidad propia de nuestro continente. Se trata, de hecho, de una identidad histórica, cultural y moral, antes que geográfica, económica o política; una identidad construida por un conjunto de valores universales, que el cristianismo ha contribuido a forjar, desempeñando de este modo un papel no sólo histórico, sino de fundamento» de nuestros pueblos.

Es claro, por ejemplo, como pretendió el marxismo en los países de socialismo real, que no podemos edificar «la casa común» sobre concepciones en las que el espíritu es considerado como producto de la materia; o en las que la moral es vista como producto de las circunstancias y definida y puesta en práctica conforme a los fines de la sociedad; o en la que se estime que todo vale y es moral en cuanto sirva para alcanzar el estado final «feliz» y logro del progreso de esa misma sociedad. Todo ello culminó con la perversión de los valores que habían construido Europa; y cayó, y se desmoronó en escombros.

En escombros también podrían desmoronarse nuestros pueblos si ya no hay valores independientes de los fines del progreso. A partir de ahí, en un momento dado todo podría estar permitido o incluso ser estimado necesario, hasta «moral» en un nuevo sentido. ¿No nos está pasando ya esto en algunos campos? ¿No se está predicando ya a favor de esto y legislando conforme a esto? Detrás de ello, en efecto, además de un pragmatismo brutal, de un relativismo radical y de un laicismo excluyente e ideológico, está el desprecio del ser humano, de su verdad, de su subordinación de la moral a las necesidades del sistema y sus promesas de futuro, la devaluación y ruptura de la relación entre la fe y la razón. Ahí está la quiebra de humanidad, la verdadera ruina que es la desolación de los espíritus, la destrucción de la conciencia moral.

La edificación de la «casa común», para ser algo más que un conjunto de relaciones empíricas, ha de construirse sobre la búsqueda y afirmación de la verdad de la persona, único fundamento posible al respeto por la identidad, la dignidad de todo ser humano, y los derechos fundamentales de los hombres en modo alguno recortados, anteriores a cualquier ordenamiento de la sociedad.

Ha de construirse sobre la posibilidad de una respuesta a las cuestiones de fondo que han sacudido dramáticamente, en los últimos siglos, nuestra cultura. Por ello, es necesario recordar y exigir la vigencia de la dignidad humana previa a toda acción y decisión política. Esto es decisivo para el futuro de todos, por eso, reducir lo cristiano, y la fe a la privacidad, como se pretende en algunas partes, es encaminar a nuestros pueblos a escombros, es impulsarlos a que dejen de hacer su historia. Por esto es también tan necesaria y urgente la nueva evangelización. Más aún, la nueva evangelización urge y apremia porque sin Cristo no hay salvación ni futuro para el hombre.