Durante este verano ha tenido lugar la crisis más grave que han conocido las relaciones Iglesia/Estado en Irlanda. El motivo ha sido el llamado Cloyne Report, en el que se denunciaba por las autoridades irlandesas un supuesto ocultamiento por la Santa Sede de ciertos abusos sexuales, intentando así frustrar una investigación civil sobre tema tan grave.
La respuesta de la Santa Sede ha sido contundente. En ella se rechaza, por falta de pruebas, el que ésta “haya interferido en los asuntos internos del Estado irlandés o de que haya estado involucrada en la gestión ordinaria de las diócesis irlandesas o de las congregaciones religiosas acerca de los problemas de abuso sexual”. Más bien lo que se deduce de todas las investigaciones llevadas a cabo es que no existe base para tales acusaciones.
Con motivo de esta crisis, el primer ministro irlandés Enda Kenny atacó duramente al Vaticano, acusándolo de no haber tomado las medidas adecuadas para detener los abusos sexuales de sacerdotes católicos sobre menores. Los ministros de Interior, Alan Shatter, y de infancia, Frances Fitzgerald, fueron más lejos: propusieron una ley que establezca la obligación de denunciar los casos de abusos sexuales a menores, y que obligaría – supuestamente - a un sacerdote católico a violar el secreto de confesión en el caso de que el penitente revelase un crimen de este tipo.
Llegue o no a cumplirse esa amenaza, parece oportuno hacer algunas observaciones sobre la protección del secreto ministerial, ya que toca un punto extremadamente delicado, no solamente en las relaciones Iglesia/Estado, sino también en el marco de los derechos constitucionales.
En los ordenamientos jurídicos de algunas confesiones religiosas, la natural y extrema reserva de los ministros de culto en relación con las ‘confidencias’ que reciben de sus fieles en el ejercicio de su ministerio, es tradicionalmente aceptada a través de lo que se denomina ‘secreto ministerial’. En el derecho canónico de la Iglesia Católica, esta obligación y derecho al secreto ministerial se acentúa cuando la información recibida se opera dentro del sacramento de la penitencia, es decir, en la confesión sacramental. En ese contexto, el secreto ministerial se torna en ‘sigilo sacramental’, que constituye una obligación particularmente rigurosa para el sacerdote. Conviene sintetizar su régimen canónico, porque da razón de la tutela que recibe también en los derechos civiles.
El vigente Código de Derecho Canónico de 1983 dispone en su c. 983.1: “El sigilo sacramental es inviolable; por lo cual está terminantemente prohibido al confesor descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo, y por ningún motivo”. A su vez, el párrafo 2º del mismo canon distingue el sigilo sacramental de la simple obligación del secreto, en estos términos: “También están obligados a guardar secreto el intérprete, si lo hay, y todos aquellos que de cualquier manera hubieran tenido conocimiento de los pecados por la confesión”. En fin, el c. 984 del Código extiende la protección jurídica del sigilo a lo que se denomina ‘ciencia adquirida’: “1. Está terminantemente prohibido al confesor hacer uso, en perjuicio del penitente, de los conocimientos adquiridos en la confesión, aunque no haya peligro alguno de revelación. 2. Quien est&&#; 225; constituido en autoridad no puede en modo alguno hacer uso, para el gobierno exterior, del conocimiento de pecados que haya adquirido por confesión en cualquier momento”.
Es natural que los términos tajantes de la prohibición se acompañen en el Código con sanciones del máximo rigor a los contraventores. Efectivamente, el c. 1388 establece un catálogo de sanciones en función de la gravedad de la revelación. Si ésta supone una violación directa del sigilo, la sanción es de excomunión latæ sententiæ reservada a la Sede Apostólica. En 1988, se precisó que incurre también en excomunión “quien capta mediante cualquier instrumento técnico, o divulga en un medio de comunicación social, las palabras del confesor o del penitente, ya sea la confesión verdadera o fingida, propia o de un tercero”. Esta nueva disposición fue necesaria a raíz de una serie de grabaciones de preguntas y consejos realizadas fraudulentamente en confesión, efectuadas en Italia con la intención de difundirlas en revistas sensacionalis tas .
Si del plano penal pasamos al procesal, el Código de Derecho Canónico exime al confesor de la obligación de responder en juicio “respecto a todo lo que conoce por razón de su ministerio”, declarándole “incapaz” de ser testigo en relación con lo que conoce por confesión sacramental, aunque el penitente “le pida que lo manifieste” .
Desde estos presupuestos –que muestran la gravedad de la cuestión y el celo de la Iglesia en proteger el secreto de confesión – veamos algunos casos que, desde la óptica civil, manifiestan un profundo respeto legal por la protección del mismo.
En agosto de 1999, la Corte Penal Internacional desestimó una propuesta de Canadá que proponía perseguir judicialmente al sacerdote que se niegue a revelar el secreto de confesión. Poco antes, Conan W. Hale, convicto por robo en una penitenciaría de Oregon, solicitó los servicios de un sacerdote católico. La confesión del preso fue fraudulentamente grabada a través de sofisticados medios, y se pretendió utilizar como medio de prueba en un posterior juicio contra Hale por homicidio. La Santa Sede presentó una protesta formal ante el gobierno del Presidente Bill Clinton por esta intromisión en la intimidad y en la libertad religiosa de un ciudadano. La prueba no fue aceptada por los tribunales de EEUU. Son simplemente dos ejemplos de lo que acabo de afirmar.
norteamericanos los que han descrito con mayor viveza el drama de conciencia con el que se enfrenta un sacerdote católico en estos supuestos . En una antigua sentencia (The People v. Daniel Phillips & Wife (1813) - relativa a un supuesto de robo confesado a un párroco, el cual se había excusado de testificar, aduciendo el sigilo sacramental - se lee: “El sacerdote se encuentra ante el trágico dilema del perjurio o el sacrilegio: si dice la verdad infringe la ley eclesiástica; si la tergiversa, viola el juramento judicial”.
Este drama de conciencia ha hecho que la tutela del secreto de confesión vaya gradualmente intensificándose en las legislaciones de todo el mundo. Por tres vías suele protegerse la privilegiada relación confidencial entre ministro de culto y penitente. La primera (Francia, por ejemplo), extendiendo al secreto de confesión la protección que suele otorgarse al secreto profesional (abogados, médicos, notarios, etc.). El segundo camino de protección (Reino Unido), es la tutela de la libertad religiosa a través de la objeción de conciencia, es decir, del establecimiento de una zona de penumbra en la cual la ley civil no puede obligar a pronunciarse a los ministros de culto, precisamente porque supondría una grave lesión de su conciencia.
En fin, el tercer procedimiento es la conceptuación del secreto de confesión como expreso objeto de tutela. Tal es el caso, por ejemplo, de España donde expresamente se establece: “En ningún caso los clérigos y los religiosos podrán ser requeridos por los jueces u otras Autoridades para dar información sobre personas o materias de que hayan tenido conocimiento por razón de su ministerio” (Acuerdo de 1976 entre la Santa Sede y el Estado español, art.II.3). Disposición legal que es extensiva a los ministros de culto de otras confesiones en los Acuerdos de 1992 con islámicos, judíos y protestantes.
El panorama jurídico mundial, como se ve, es ampliamente respetuoso con el secreto ministerial de clérigos y religiosos. Se entiende así la rápida reacción que, desde foros muy diversos, se han producido ante la posible iniciativa irlandesa. Por ejemplo, desde la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa) el sociólogo Massimo Introvigne ha declarado : "Ni siquiera los peores gobiernos totalitarios han osado nunca atacar el secreto de confesión; incluso, en una época en que el anticatolicismo protestante influenciaba fuertemente la vida política de EE.UU., el Tribunal Supremo de Washington declaró muchas veces que violar el sagrario del confesionario católico habría destruido la noción misma de libertad religiosa”. Como acabamos de ver, sus apreciaciones son exactas. Irlanda habrá de buscar otros caminos legales- que no lesionen derechos fundamentales- para combatir e l grave delito de pederastia.
Rafael Navarro-Valls, catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, y secretario general de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España.
Zenit