Es la noticia agridulce para los padres en estos días: por una parte gastos y más gastos, entre libros, ropa y material vario, este mes resulta mucho más empinado que la cuesta de enero. Por otra parte, se acabaron las carambolas para ver quién cuida a los niños mientras marido y mujer están trabajando. Para los padres, gasto y descanso. ¿Y para los niños? La alegría del reencuentro, la emoción de ser de los mayores, el entusiasmo por volver a jugar con los amigos que dejaron de ver el curso pasado. Parece que en ellos no hay síndrome post-vacacional, esa “enfermedad moderna” que los medios de comunicación nos recuerdan los primeros días de septiembre.
No pretendo criticar este síndrome, ni creo en la utopía de que el fin de las vacaciones y la vuelta al trabajo sea el evento más esperado del año; pero es curioso que niños y grandes tomemos dos actitudes tan distintas ante “la vuelta al cole”, o a la oficina. ¿Por qué hay tanta diferencia entre unos y otros? ¿Todo se reduce a la ingenuidad infantil de los pequeños? No lo creo, pues ellos saben que, además de jugar con sus amigos, tendrán que someterse a una cierta disciplina, mayor o menor según los colegios y los profesores.
Se trata, en el fondo, de dos posturas ante la vida, la del alegre optimista que disfruta lo que tiene, mirando siempre el lado positivo, y la del triste pesimista, que sube peldaño a peldaño, la escalera de la dura existencia, el camino de cabras que recorre este valle de lágrimas. El primero, con la sencillez de lo inmediato, y de un sano realismo, mira la vida con buenos ojos. Vuelve al trabajo, pero eso no le quita el buen humor, la alegría e incluso el arte de reírse sanamente de lo malo y de lo bueno. El segundo, siempre con cara larga, camina hacia la oficina, o en la oficina, con andar pesaroso, cansado, aburrido. Mira el lento pasar de las agujas del reloj pensando en el tiempo que le falta por terminar este suplicio. Uno y otro están, incluso, en la misma oficina; uno y otro realizan, tal vez, un trabajo parecido, y hasta correcto. Uno disfruta, lo que se puede y como se puede, mientras el otro soporta la pesada cruz. ¿No deberán estar uno y otro ocho horas, o un poco más, o mucho más? Mejor estar agusto que a regañadientes.
Santa Teresa de Jesús, la gran Teresa de Ávila, recordaba mucho a sus monjas que una monja triste es una triste monja, un santo triste es un triste santo. Lo mismo cabe pensar de los trabajadores, de los estudiantes, de los cristianos. El trabajo lo tenemos delante, y hay que desempeñarlo, muchas veces exigiéndonos. Las clases, la disciplina y esfuerzo, los estudios, están ahí, y los niños lo tienen que afrontar (con un toque de optimismo, piensan mucho más en el recreo). La exigencia personal, cristiana e incluso moral (honestidad, sinceridad...) la tenemos ante nosotros, y somos conscientes de que hemos de vivirla. ¿Por qué no afrontar estos retos con alegría, con optimismo, con el entusiasmo del niño que quiere crecer y llegar a ser mayor?
En este inicio de curso los políticos nos están recordando, hasta el hartazgo, términos como austeridad, recorte, apretarse el cinturón. Pero estos recortes nunca deben afectar a la ilusión, al optimismo, a las ganas de vivir, so pena de convertirnos en seres aburridos, que obran sufridamente por automatismo, y se parecen cada día más a máquinas perfectas coordinadas mutuamente. ¿Dónde queda la vida del hombre?
¿Exceso de optimismo? Creo que es uno de los grandes regalos que nos ha traído Benedicto XVI este verano, y que hemos empezado a ver en vida durante esa maravillosa semana de agosto, la Jornada Mundial de la Juventud madrid 2011.