Hay encuentros reiterados que, por la relevancia de sus protagonistas, terminan cobrando gran importancia con el paso del tiempo y, si perduran y se institucionalizan, llegan a convertirse en objeto de culto con personajes diversos de un gran calado cultural cuya resonancia trasciende los siglos.
En esa diversidad de aspectos o entornos que salen a la palestra reunidos en torno a una gran mesa y con la excelsa compañía de una pinta de cerveza, un oporto o cualquier otro vino, podemos encontrar a referentes intelectuales de una época con, dentro de su modestia, opiniones y perspectivas encaminadas a dar un brusco golpe de timón a la situación del momento.
Hablo del grupo de los Inklings, de J.R.R. Tolkien y C.S. Lewis por mencionar, tal vez, a sus más ilustres representantes dentro del entorno social y universitario de aquel siempre bullicioso Oxford de hace casi un siglo.
Durante aproximadamente tres décadas, desde el final de la Gran Depresión hasta principios de la década de 1960, un grupo de intelectuales se reunía de manera informal para, como se suele decir, arreglar el mundo mientras bebían, fumaban, divagaban, bromeaban, soltaban sus chascarrillos o leían fragmentos de lo que en ese momento estaban trabajando para recabar opiniones contrastadas –qué gran lugar y testigos para ello– de los allí presentes.
Este grupo de eruditos, principalmente, se componía de escritores, aunque también aparecían médicos, filólogos, pintores, actores, teólogos, abogados o soldados. Como en botica, un poco de todo, aderezado, además, por grandes dosis de humor, humildad y conocimiento de indicios de las potenciales y nuevas creaciones de su pluma literaria, aunque, a fuerza de ser sinceros, el nombre de la terna no fuese del todo original, sino derivado de una sociedad literaria ya existente conformada por alumnos recién llegados a la universidad a principios de la década de 1930.
Indudablemente, a esa base humana y humanista se le añadiría un progresivo sustento cristiano con nociones o presentimientos de inmortalidad y la seguridad compartida de que sus esperanzas no serían en vano dentro de, como escribió Tolkien en su carta 102, "un banquete de razón y el flujo del alma" que, semanalmente se había ritualizado en diversos pubs de Oxford.
Para algunos, este elenco de pensadores no era más que un grupo de soñadores, elucubradores, instigadores o, incluso, personajes incendiarios empeñados en dirigir las corrientes socioculturales de su tiempo. Sin embargo, la realidad, también por aquellos tiempos, superaba la ficción. Ellos mismos se veían como una camarilla informal de excéntricos intelectuales que hacían gala de una modestia suprema en acciones e intenciones no exentas del encanto especial otorgado por la polivalencia de cualidades y talentos que, unidos, se acercarían al concepto o interpretación de "genio".
En mayor o menor medida, el impacto de aquellos rutilantes escritores se iba a ver reflejado en el desarrollo de una peculiar y exclusiva forma de literatura de ficción en la que se congregarían elementos como el mito, la épica, la fantasía y la alegoría en relatos que, por otro lado, también incluían relevantes dosis de mitología, teología y filosofía cristiana o importantes estudios académicos de obras y autores como Milton, Shakespeare, Wordsworth, Spencer, Dante o ellos mismos.
Y si algo se ha de destacar desde un punto de vista creativo, además del rigor de su academicismo, todos los literati del grupo iban a ser los responsables de forjar un nuevo estilo narrativo propio, una literatura en la que la esperanza iba a ocupar el rol principal en aquel frenético mundo con episodios tan catastróficos como las dos guerras mundiales o el feroz progreso de procesos irreversibles de alienación, escepticismo, degradación medioambiental y deterioro de la sociedad y cultura tradicionales.
Así, todos esos escritores se convertirían en transmisores profesionales de modelos culturales y literarios que, en el presente siglo XXI, representan paradigmas de una actualidad que contempla por el retrovisor conceptos antagónicos como pecado y salvación, esperanza y desconsuelo, realidad y sueño, amigos y enemigos en esa nostálgica y anhelada búsqueda de lo antiguo, lo medieval o los rituales ante la poca fiabilidad de los días que habían vivido, los que estaban por vivir y, trasladado a nuestra más rabiosa actualidad, los que vivimos y padecemos.
Nuestros protagonistas charlaban, reían, bromeaban, leían y, en un entorno tan propicio, planeaban sus futuras obras. En un principio, las aulas y el despacho de C.S. Lewis en el Magdalen College fueron el punto de encuentro los jueves por la tarde. Luego, el pub The Eagle and Child de la calle St. Giles tendría el honor de acoger al selecto elenco de los Inklings a media mañana de los martes para comer y, también, algún que otro jueves cuando la ocasión merecía la atractiva opción de las bebidas del local de marras –rebautizado como The Bird and Baby por sus prestigiosos clientes– en vez de la solemnidad del entorno académico.
Seguramente, cualquier asiduo al pub podría intuir que el objetivo de aquel círculo de amigos parecía querer transformar el águila del escudo en dragón o al niño en guerrero dentro de un entorno medieval o mitológico cronológicamente alejado de su The Rabbit Room, la apartada esquina que durante tantos años los Inklings habían ocupado hasta cambiar su punto de encuentro al cercano The Lamb and Flag en la década de 1960.
Sin embargo, de lo que todos los allí presentes podían estar seguros era de que, entre aquellos hombres y sus testimonios, se respiraba un gran ambiente de esperanza para recuperar el origen, las raíces culturales y religiosas de un decadente Occidente en el que la imaginación sería capaz de cautivar a toda una civilización con fe, decisión, convicciones cristianas y relatos fantásticos que invitasen a la evasión de la realidad del momento, al escapismo de Tolkien, a la arriesgada salida que, hoy día, nos impulsa a descubrir con urgencias la literatura fantástica de aquellos integrantes de los Inklings.