Es preciso reconocer que de la fe, del reconocimiento y afirmación de Dios brota el más profundo humanismo. Es bueno recordar a este propósito palabras del Papa Benedicto XVI del discurso de Ratisbona: «Mientras nos regocijamos –dijo– en las nuevas posibilidades abiertas a la humanidad» (por la razón moderna), «también podemos apreciar los peligros que emergen de estas posibilidades y tenemos que preguntarnos cómo podemos superarlas.
Sólo lo lograremos si la fe y la razón avanzan de un modo nuevo, si superamos la limitación impuesta por la razón misma a lo que es empíricamente verificable, y si una vez más generamos nuevos horizontes... Sólo así podremos lograr el diálogo genuino de las culturas y religiones que necesitamos con urgencia hoy... Una razón que es sorda a lo divino y que relega la religión al espectro de las subculturas es incapaz de entrar en diálogo con las culturas... Hace falta valentía para comprometer toda la amplitud de la razón y no la negación de su grandeza... «No actuar razonablemente (con “logos”) es contrario a la naturaleza de Dios... En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros interlocutores a encontrar este gran “logos”, esta amplitud de la razón».
No puede haber mayor defensa del hombre, no puede haber mayor defensa de la humanidad toda, no puede darse mayor defensa de Occidente que la defensa del «logos», de la razón, que no sólo no se contrapone a la fe, sino que, por el contrario, se ve alentada y ensanchada por ella. No puede haber ninguna contraposición, ni extrañeza entre la fe cristiana y la razón humana; porque ambas, en su distinción, están unidas en la verdad, ambas desempeñan un papel al servicio de la verdad, ambas encuentran su fundamento originario en la verdad.
La separación llevada al extremo entre la fe y la razón, y la eliminación de la cuestión de la verdad –absoluta e incondicionada– de la búsqueda cultural y del saber racional del hombre, son dos de las cuestiones más graves en nuestro tiempo, en el Occidente, en Europa. El Occidente, Europa, corren peligro a causa de estas separaciones y contraposiciones.
La lección magistral del Papa en Ratisbona abre grandes horizontes y perspectivas, arroja una gran luz sobre nuestro momento actual y sobre el tema que nos ocupa. Ahí se nos muestra un gran futuro para la Humanidad, y, más en concreto, para Europa. Olvidarlo o rechazarlo pudiera acarrear grandes sufrimientos.
El Santo Padre estuvo muy valiente en Ratisbona, lo está siendo en todo momento desde hace muchísimo tiempo, para comprometer toda la amplitud de la razón y la grandeza de la fe, inseparablemente referidas en su distinción. Ahí se percibe la altura de miras de este hombre providencial, de este gran defensor del genuino humanismo, cuyas enseñanzas son una gran luz para iluminar la oscuridad de una secularización desbordada en un laicismo ideológico que pesa sobre Europa y que destruye su identidad más propia, inseparable del cristianismo, inseparable del encuentro del logos griego y del Logos de la revelación cristiana, Jesucristo, que está en el origen de lo que es y la constituye como acontecimiento histórico espiritual que trasciende los límites geográficos y los aspectos de su organización. Las enseñanzas del Papa en Ratisbona son inseparables de su Encíclica, Deus caritas est, donde nos abre a la gran razón de todo: «Dios es amor», base y raíz del verdadero humanismo.
Ante la nueva oleada de ilustración, secularización y laicismo en Europa y América que arrastra a muchos a pensar que sólo sería racionalmente válido lo experimentable y mensurable, o lo susceptible de ser construido por el ser humano, y que les induce a hacer de la libertad individual un valor absoluto, al que todos los demás tendrían que someterse;
ante una sociedad en la que, precisamente porque vivimos encerrados en un mundo que parece ser del todo obra humana y no nos ayuda a descubrir la presencia y la bondad de Dios Creador y Padre, y hace de la fe en Dios algo más difícil; ante esta cultura sobre la que se pretende edificar artificialmente una sociedad sin referencias religiosas, terrena exclusivamente, fundada únicamente en nuestros propios recursos, orientada casi exclusivamente hacia el mero goce de los bienes de la tierra, sin referencia a Dios, excluyendo a Dios de la vida pública y confinándolo al espacio de lo estrictamente privado; ante ese mundo, la Iglesia se hace presente en el mundo con la única palabra y la única riqueza que tiene: Jesucristo, Logos eterno de Dios hecho carne, Hijo único de Dios vivo venido en carne, pero esta palabra no la silenciará, ni la olvidará, no la dejará morir ni la dejará de ofrecer a los hombres, a la vieja Europa, cuyas raíces son inseparables Él, en el que se abre todo su futuro.
Como dijo en Verona el Papa Benedicto XVI, en estos momentos, seguimos teniendo la gran misión de ofrecer a nuestros hermanos el gran «sí» que en Jesucristo Dios dice al hombre y a su vida, al amor humano, a nuestra libertad, a nuestra inteligencia, haciéndoles ver cómo la fe en Dios que tiene rostro humano trae la alegría al mundo; en Él se nos abre todo el futuro, en Él se apoya toda esperanza. La Iglesia, «los católicos estamos en condiciones de reconocer y acoger de buen grado los logros de la cultura de nuestro tiempo, como son el avance del conocimiento científico y el desarrollo tecnológico, el reconocimiento formal de los derechos humanos, en particular, de la libertad religiosa, o las formas democráticas de gobierno de los pueblos.
Sin embargo, no ignoramos la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que es una amenaza constante para las realizaciones del hombre en todo contexto histórico. El camino hacia un desarrollo verdaderamente humano está lleno de ambigüedades y errores. Por eso, el reconocimiento de Dios, la aceptación humilde y agradecida de la revelación de Jesucristo no es una amenaza, sino una ayuda decisiva para el verdadero progreso humano. Cristo nos revela la verdad profunda de nuestra propia humanidad». (Conferencia Episcopal Española).