Cuando escribo este artículo estamos inmersos en la negociación para formar Gobierno en España. Pedro Sánchez intenta que diversas formaciones políticas, incluidas independentistas que actúan activamente para separarse de España, apoyen su investidura.
En modo alguno entraré en este campo político concreto, aunque me cause cierta perplejidad lo que ocurre. Tengo claro que estos asuntos son opinables. Incluso siendo favorable a la unidad, sé muy bien que ni la unidad de España, de un lado, ni tampoco la independencia de alguno o algunos de los actuales territorios que la componen, de otro, son dogmas de fe. Ni es pecado ser unionista, ni tampoco independentista. Lo será en uno u otro caso en función de cómo actúen, quizás con violencia o engaño, no por el sentimiento patriótico que cada uno tenga.
Tampoco entro en si son o no correctas las contraprestaciones que se dan en las negociaciones, ni en valorar las habilidades de unos y otros para sacar tajada de la situación, ni si saldrá el Gobierno que pretenden formar. Me parece más importante referirse a lo prepolítico, a las bases éticas de lo que se negocia y la forma en que se hace.
El panorama es para que alucine cualquier persona con principios firmes, sea cual sea su visión política, si es capaz de observar con cierto distanciamiento y sin sectarismo.
Resulta que en infinidad de ocasiones, en programas electorales y durante meses o años, se asegura y se repite por parte del propio Gobierno o de alguno de sus miembros que un asunto es inconstitucional, y, de golpe, de la noche a la mañana, ya es constitucional. Sin haber hecho cambios en el texto de la Carta Magna.
Se afirma mil veces en las cámaras legislativas, en las declaraciones públicas, en los medios de comunicación, que tal traspaso no es posible a una autonomía porque la ley vigente establece que es una competencia estatal. Pero lo que ayer era así, con la nueva madrugada resulta que es perfectamente factible el traspaso. Y la ley no se ha modificado.
Personajes de los que se ha afirmado repetidamente que están fuera de la ley, que han cometido tal o cual delito, que han de comparecer ante la justicia, resulta que en horas se convierten en honorables y sujetos de todas las consideraciones, sin que las normas jurídicas hayan sufrido cambios.
Podría continuar. Solo añadir que salvaguardar a unos implica, como mínimo, desautorizar a otros, o incluso culpabilizarles.
No entramos tampoco en si los acuerdos para la investidura son adecuados o improcedentes, si resultarán beneficiosos o no, pero sí hay un incuestionable elemento fundamental: la verdad ha desaparecido del horizonte. Lo que hoy es malo mañana es estupendo, o a la inversa. Lo que dije ayer le doy hoy la vuelta al completo. Y lo afirmo con la misma firmeza sin que me tiemble la lengua ni mueva una ceja. Y mañana puedo decir otra cosa.
En otro tiempo se llamaba moral de situación. Es una muestra más de hasta qué punto las personas quedan inmersas en el relativismo ético. No hay una verdad. Ésta es la que me conviene en el día de autos, e incluso puede cambiar varias veces dentro del mismo día.
Más grave aún es que, más allá de la clase política, gran parte de la ciudadanía lo asume o lo avala. Incluso lo hacen muchos juristas a los que no importa retorcer la ley.
Todo ello podrá dar buenos réditos a corto plazo a algunos, pero una sociedad que ha desterrado la verdad está abocada a la ruina. Está construida sobre arenas movedizas.