La vida está siempre llena de sorpresas. Antes de emprender las vacaciones, el panorama informativo sobre la Iglesia parecía de nuevo dominado por una de esas recurrentes fases depresivas. Se aventaba el desafío de centenares de párrocos austriacos a la autoridad de Roma, despuntaba de nuevo en algunos centros académicos el viejo disenso teológico que algunos consideraban ya prescrito, y sobre todo soplaba de nuevo el huracán de los abusos sexuales a causa de un nuevo informe sobre el modo en que se afrontaron en Irlanda estos trágicos sucesos. Esta vez, además, se colocaba directamente a la Santa Sede en el ojo del ciclón, tras un brutal y sorprendente ataque del premier irlandés. Después llegó el largo y cálido verano, y con él la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid. De nuevo la sorpresa. Aquella Iglesia renqueante y tocada del ala, que aparecía en los grandes medios de comunicación al borde del naufragio, congregaba a casi dos millones de jóvenes en torno al Papa. Más de uno hubo de restregarse los ojos.

Al hilo de la estación plomiza que precedió al evento de Madrid, el siempre brillante y batallador Giuliano Ferrara es una rara avis, bastante incomprensible para el público español. Es un agnóstico liberal llegado de los mares de la izquierda revolucionaria, convencido de que el futuro de las libertades de Occidente depende fundamentalmente de la salud y el protagonismo de la Iglesia católica. Se trata de un "laico" que se bate en la escena pública a favor de la Iglesia con mayor denuedo que la mayoría de los propios católicos, y aunque no se compartan algunos de sus puntos de vista, es admirable la perspicacia de sus análisis y la acidez de sus acometidas contra el stablishment de la cultura nihilista.

Pues bien, Ferrara volvía a su tesis de que el acoso mediático y cultural contra la Iglesia responde a la pretensión de que ésta acepte su definitiva reducción a organismo cívico-filantrópico bien encajado en la cultura postmoderna, y abandone toda oposición a los dictados del siglo. Para Ferrara los ataques coordinados contra el celibato, la moral sexual, la definición del ministerio sacerdotal y la autoridad del Papa, obedecen a ese designio de remover el último obstáculo que impide la dictadura de un nuevo poder post-ideológico. Es una perspectiva fascinante a la que el mundo católico debiera prestar más atención, sin que eso signifique abrazar por entero las tesis del genial periodista italiano.

Porque en este artículo de Il Foglio, tan profundo y devastador en su análisis, se condensa tal nivel de amargura que apenas queda un resquicio para una esperanza razonable. Y aunque es cierto que a uno como Ferrara no podemos venirle con cantinelas piadosas o voluntarismos espirituales, también lo es que hay factores que se le escapan. Dicho sea desde la máxima simpatía y amistad. Por otra parte es lógico que quien ame verdaderamente la libertad y la razón sienta un escalofrío ante la batalla en curso. Y quizás nosotros, los católicos, abrazados a una especie de escatologismo banal, lo sentimos demasiado poco.

Pero en esas estábamos cuando llegó la JMJ. Y desde el New York Times a Le Monde, pasando por El País, los grandes opinion-makers del planeta han debido hacer cuentas con el acontecimiento. Por supuesto han tratado de ningunearlo (aunque era difícil hacerlo sin mentir descaradamente), naturalmente han intentado reducir su significado y alcance, y claro está, se han blindado ante las grandes preguntas para las que no encuentran respuesta. Pero el hecho incontestable es que han debido rendirse a la evidencia. Y es que en la JMJ de Madrid ha aflorado algo que no se podía deducir de los meros análisis sociológicos y culturales, ya sean torpes y mezquinos como los habituales en esos medios, o brillantes y sinceros como el de Ferrara en Il Foglio.

De esos análisis se deduciría la derrota imparable de todo lo que el catolicismo significa, su incapacidad absoluta para ser una fuerza propositiva en la historia del siglo XXI, su irremediable anclaje en fórmulas no sólo superadas sino arrasadas. O bien (en el caso de Ferrara) una debilidad que haría imposible a la Iglesia sobrevivir siendo fiel a sí misma, o por lo menos, mantener un mínimo de incidencia histórica. Eppure si muove, decía también yo, encantado y sorprendido a la vez. Porque además el "éxito" (palabra ambigua y peligrosa, que sin embargo no puedo dejar de usar) ha tenido lugar en la franja social más difícil, aquella que muchos (dentro y fuera) consideraban ya irremediablemente perdida. Los jóvenes llegados a Madrid de los cinco continentes han crecido en el clima surgido del 68, han sufrido el escarnio cultural denunciado por Benedicto XVI, se mueven ya sin las protecciones sociales y políticas a los grandes valores del cristianismo. Saben que no se mueven con la ola de la costumbre, que no reman a favor de la corriente, que su posición en la universidad, en la empresa o en la vida social, será todo menos cómoda. Eso que ya intuíamos los de mi generación es ya experiencia vivida para ellos. Ahí está lo interesante.

La novedad radica en que existe una nueva forma tranquila y valerosa, libre y desacomplejada, de estar en una sociedad en la que el cristianismo no es ya la fuerza dominante, aunque pueda seguir siendo una presencia significativa, como lo es en España. Estos jóvenes son fruto del verdadero Concilio, cuya aplicación han guiado con sabiduría y sufrimiento los cuatro últimos papas. La novedad (¡para todos, eclesiásticos incluidos!) es que estos jóvenes ya no piensan en la resistencia, en sostener a duras penas un mundo que se derrumba, sino en la nueva evangelización. Por eso han conectado inmediatamente con un Papa que les propone ser testigos valientes en medio de la ciudad común; testigos llenos de simpatía hacia el corazón del hombre que busca, respetuosos de los que son diferentes y conscientes de su propio derecho como ciudadanos.

En su diálogo con Peter Seewald, Luz del mundo, Benedicto XVI reconoció que el cristianismo puede asumir en el futuro otro rostro, otra figura cultural. Y advirtió que en muchos lugares de la tierra, seguramente la Iglesia no será la fuerza que determine la opinión dominante, pero seguirá siendo la fuerza vital sin la cual el resto de las cosas no se mantendrían en pie. Y esa fuerza vital, como se ha visto, no depende principalmente del contexto histórico, ni siquiera de la habilidad de sus miembros. Lo cual debería ser una esperanza también para el amigo Ferrara.

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