Uno de los pasajes que la Pasión de Nuestro Señor ofrece a nuestra consideración es la triple negación de Pedro mientras Jesús era interrogado por Caifás.
En la figura de Pedro se representa el drama de la Iglesia militante, de todos y cada uno de los bautizados mientras peregrinamos por este mundo: amamos a Jesús, procuramos seguirlo, en algún momento le hemos dicho sinceramente que daríamos a vida por Él y, sin embargo, tarde o temprano terminamos negándolo… para luego volver a Su lado. Pero, ¿por qué lo negamos? O, como dice san Pablo, ¿por qué sale de mí el mal que no quiero y no sale el bien que quiero?
En su relato de la Pasión, San Lucas observa que después de que Jesús es apresado en el huerto de Getsemaní es conducido a casa de Caifás y “Pedro le seguía de lejos”. Dadas las circunstancias es entendible que Pedro siguiera al Señor de lejos, pero si el evangelista dejó constancia de ello es porque quiso decirnos a nosotros que cada negación nuestra es precedida por un “seguir de lejos” a Jesús que se concreta de varias formas: rezar menos, ceder un poco aquí y otro poco allá en la doctrina y en la ascética, relativizar o restar importancia a las propias faltas y lo mismo con las faltas de los seres queridos (amigos, padres, hijos) por no querer reconocer las terribles consecuencias que se sigue de cada pecado por pequeño que sea. Inexorablemente, cada vez que cedemos un poco, nos alejamos un paso de Jesús y preparamos nuestro ánimo para una negación.
A continuación el evangelista hace una segunda observación: “En medio del atrio habían encendido un fuego y estaban sentados. Pedro se sentó entre ellos”. He aquí una doble inconsecuencia. La primera: Pedro se sienta cerca del fuego para calentarse mientras su Maestro es objeto de escarnio, burlas, escupitajos y golpes. Si Pedro no lo estaba viendo —puesto que Jesús estaba siendo interrogado dentro de la casa y él se quedó en el patio—, al menos vio la rudeza con que fue apresado y luego arrastrado a la casa de Caifás, por lo que debió suponer que el Señor no iba a ser mejor tratado en presencia del sumo sacerdote; debió entonces solidarizar con el Señor evitando hacer más grata la espera en vez de buscar algo de confort. La segunda inconsecuencia es “entre ellos”: “ellos” eran los soldados y guardias que habían apresado a Jesús. Sorprendentemente Pedro no previó que al buscar confort en compañía de los enemigos del Señor iba a terminar actuando como uno de ellos.
Entonces, cuando una criada de la casa descubre a Pedro y lo hace saber a los circundantes, la primera negación no es más que la consecuencia lógica de las imprudencias e inconsecuencias previas. De alguna manera, Pedro ya había empezado a negar a Jesús siguiéndolo de lejos, calentándose al fuego y sentándose entre los enemigos. He aquí la historia de cada traición nuestra a título personal y también institucional. Digo institucional porque no puedo evitar asociar esta reflexión con el artículo de Benedicto XVI sobre los abusos sexuales en la Iglesia recientemente publicado. Al explicar el origen de esta situación Benedicto menciona dos causas, una radicada en el mundo y otra en la propia Iglesia: el ambiente de liberación sexual de los años 60 del siglo pasado promovido por el Estado y algunos movimientos sociales, y el colapso de la teología moral católica que permitió que la Iglesia se contaminara con el mundo. Cómo no ver en el abandono de la enseñanza moral tradicional un “seguir de lejos” y luego un “sentarse entre ellos” para ocupar un lugar grato en medio del mundo. Las consecuencias, equivalentes a las negaciones de Pedro, fueron no sólo la relajación sexual y abusos de muchos clérigos sino también la falta de voluntad de los obispos en aplicar las sanciones debidas para detener el desorden y proteger la fe de los creyentes comunes dañada por la “arrogancia intelectual de aquellos que creen que son inteligentes”, dice Benedicto.
Volvamos a Pedro. El canto del gallo y, sobre todo, la mirada de Jesús lo hicieron tomar conciencia de su traición. Para mí, fuera de los actos del Señor el llanto amargo de Pedro es la escena más conmovedora de la Pasión. Me imagino el infierno como el llanto amargo y eterno de quien, habiendo sido cristiano, termina su vida habiéndose alejado de Cristo y después de la muerte entiende su error: lo tuvo todo y, libremente, lo cambió por un poco de confort pasajero que se esfumó tan rápido como llegó. Pero no fue así para el Príncipe de los Apóstoles, pues el Señor había rezado “para que su fe no desfalleciera y, una vez vuelto, confirmara a sus hermanos”.
En la vida personal, el dolor por los pecados que acompaña al arrepentimiento es necesario para recuperar la amistad con el Señor. La alegría infinita que provoca el saberse amado por Dios va siempre acompañada del dolor por las faltas cometidas, por no haber devuelto Amor con amor, por reconocer que la más pequeña traición es un desorden mayor que el cataclismo más grande en el orden natural. Para un cristiano consecuente no cabe “bajarle el perfil” al pecado, ni al personal ni a los ajenos. Contemplando la Pasión, entendemos que no hay pecado pequeño.
Y volvamos al tema de los abusos sexuales en la Iglesia. El escándalo generado por éstos equivale al canto del gallo que le recordó a Pedro la advertencia de Jesús sobre su traición. Ahora, “¿qué se debe hacer?”, pregunta Benedicto para enseguida enfrentar la opción que muchos se han apresurado a plantear: “Crear otra Iglesia para que las cosas funcionen”, una Iglesia que se adapte al mundo y acoja la modernidad, que deje de complicar a sus fieles con una teología moral exigente, que no imponga el celibato a sus sacerdotes, que acepte como lícitas las opciones sexuales que el mundo proclama, que ponga el acento en la Misericordia Divina y se olvide de la Justicia… En definitiva, una iglesia que ponga sus ojos en el mundo para asemejarse a él. Pero “ese experimento ya se ha realizado y ya ha fracasado”; es cosa de mirar lo que ha ocurrido con otras iglesias que han seguido ese camino.
Para saber qué hacer como Iglesia, el pasaje de las negaciones de Pedro nos muestra que tenemos la oportunidad de un nuevo comienzo. Primero, porque nos recuerda que Jesús ya ha intercedido por la Iglesia y los poderes del mal no prevalecerán contra Ella. Luego, la mirada ha de dirigirse a Cristo y no al mundo, para tomar así conciencia del error cometido y dolerse de haber querido seguirle de lejos. Al mirar a Cristo, lo veremos en la Eucaristía y en el testimonio de tantos santos y obras de la Iglesia que, a pesar de los abusos de algunos de sus ministros, no ha dejado de ser Santa: “Dios también tiene hoy sus testigos (mártires) en el mundo. Nosotros tenemos que estar vigilantes para verlos y escucharlos… El hoy de la Iglesia es más que nunca una Iglesia de Mártires y por ello un testimonio del Dios viviente”, dice Benedicto; sí, porque a pesar de todo la Iglesia sigue siendo más que el mundo porque en Ella está Cristo. Y finalmente, no me cabe duda que luego de las negaciones Pedro se desahogó con la Virgen y Ella lo perdonó y rogó por él, y así también la Iglesia debe mirar a Aquella que invocamos como “refugio de los pecadores”.
El llanto amargo de Pedro nos habla de las causas y gravedad del pecado, pero también nos habla de la necesidad de mirar a Cristo y de la indefectibilidad de Su amor y confianza en cada uno de nosotros y en Su Iglesia.