Recientemente escuché a un periodista definir este movimiento juvenil religioso como una puesta en práctica de la “teología de la parranda, de la fiesta, del 'disfruta', un ir de birras con Dios, aunque también se le lleva a la universidad, al trabajo, a la música o a cualquier lugar". Quizá no sea una definición muy convencional, pero creo que se aproxima a la realidad.
Este periodista, en un reportaje sobre la religiosidad de la generación Z, definía la Hora Santa como un momento de comunión grupal, en el que las energías de sus participantes se ven renovadas por su adoración a Dios.
Palabras llamativas, pero si repasamos la primera Hora Santa, aquella protagonizada por Jesús en Getsemaní, no parecen tan desafortunadas. Velad conmigo, acompañadme, estad en comunión, conmigo y entre vosotros. Y esa doliente súplica filial, “Abba, Padre”, ¿no es una concreción hermosa de la adoración a Dios? Jesús termina su oración levantándose y afrontando con decisión la voluntad de Dios. "¿A quién buscáis?" "A Jesús el Nazareno". “Yo soy”. El amor y el encuentro con el Padre, que renovó su firme decisión de someterse al plan divino y beber el amargo cáliz de su Pasión.
Su centro de operaciones en Madrid es un antiguo convento de franciscanas. El periodista lo define como una especie de coworking donde los jóvenes estudian, trabajan, ensayan y componen sus canciones, y también dedican tiempo a rezar varias veces al día. Y con esa descripción va despertando mi nueva Carta a Diogneto: “Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres… Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte”.
La Epístola está escrita en el siglo II, y describe de modo sencillo pero profundo a ese grupo que va surgiendo en Judea y en distintas ciudades del imperio romano, los “cristianos” o seguidores de Cristo.
Estos jóvenes tienen claro que quieren disfrutar de la vida, de la alegría, del compartir, pero sobre todo del vivir con Dios en medio de su cotidianeidad. Esa es la diferencia: vivir con Dios. Y con esa presencia “cambia todo pero no cambia nada”. Viven abrazados al Espíritu, un Espíritu que es amor, y que da un sentido nuevo a todo. Es algo fascinante, afirman. Lo ordinario se vuelve extraordinario.
Cada día es un regalo, el regalo de poder ser feliz, amar al otro, encontrarse con Cristo. Es la convicción espontánea y sencilla expresada por ellos mismos. La alegría no es ingenuidad; es transformar la desgracia en gracia, en don, en amor, y abrazar cada situación concreta.
“Siguen las costumbres de los habitantes del país", recuerda la Carta a Diogneto, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben”.
En aquellos cristianos que le describían a Diogneto llamaba la atención el amor a la vida. Se casan, como los demás. Tienen hijos, como los demás. Pero aman la vida, desde su misma concepción. Es curioso que en Hakuna tienen mucho cariño a una Virgen especial, una Virgen embarazada, la Virgen de la esperanza. Vida naciente y vida que da sentido al futuro. Y por eso hay motivos para seguir caminando, para disfrutar, para comunicar la verdadera alegría.
Amor a la vida, autenticidad, verdad, grandes ideales… ¿Una espiritualidad vaga? No creo; es la sencillez del amor, la sencillez de Dios. Con esa actitud, que rezuma la verdadera alegría y esperanza, podremos afrontar las situaciones menos agradables que nos puedan llegar, los problemas que van surgiendo en nuestra vida y en la de cuantos nos rodean. Afrontar la vida con alegría, con verdadera alegría, es tener ya recorrido la mitad del camino.
Eso nos enseñan los jóvenes de Hakuna, actualización de los cristianos que le describían a Diogneto hace diecinueve siglos: "Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo. El alma, en efecto, se halla esparcida por todos los miembros del cuerpo; así también los cristianos se encuentran dispersos por todas las ciudades del mundo”.