La Biblia se inicia con las dos narraciones sobre la creación del varón y de la mujer, creados por Dios a su imagen y semejanza, y necesitándose mutuamente para alcanzar su plenitud y lograr la perpetuación de la especie. Pero este encuentro interpersonal no es puramente privado, dada su transcendencia social, por lo que es conveniente tanto para el Estado como para la Iglesia, e incluso para la propia pareja, su regulación institucional. En el camino al matrimonio son permisibles aquellas manifestaciones erótico-sexuales que no sean simple egoísmo ni degraden al otro al rango de objeto, sino que sean expresión del amor, pues la dignidad de la persona es el fundamento objetivo de la moralidad, lo que es verdad también dentro del matrimonio. Pero para éste queda reservado el pleno sentido y significado del encuentro sexual.
El amor es una cosa muy seria, por ser la fuente de la vida. Y el amor en la pareja supone un proyecto común de vida para el futuro. Si se trata de cristianos que piensan casarse por la Iglesia, deben ser fieles al dinamismo del sacramento que piensan contraer, que tiene sus tiempos y sus ritmos, y supone el noviazgo antes del sacramento como una especie de catecumenado previo a la plenitud conyugal, que sólo existe después del sacramento.
Al joven se le debe hacer tomar conciencia de que él tiene que sentir el deber de hacer salir de la clandestinidad su amor a fin de hacerse aceptar como pareja por los demás, garantizando además a la otra parte la irrevocabilidad de su elección. Además, puesto que el amor profundo tiende a hacerse fecundo, la actitud correcta de paternidad responsable exige que no se rechace al hijo, ni se le acepte de mala gana, aunque sea difícil la posibilidad de educarlo de modo conveniente. El reconocimiento social de la plenitud del propio amor no parece que pueda situarse fuera de la institución matrimonial. La institución adecuada es para los creyentes el matrimonio sacramental y para los no creyentes el matrimonio civil.
El amor para siempre es muy superior y humaniza más que el amor sin compromiso para una temporada. En la dimensión moral algo no es bueno o malo porque se mande o prohíba, sino que se manda porque es bueno y se prohíbe porque es malo.
Celebrar el matrimonio es, por lo tanto, convocar a la comunidad en la persona de sus representantes para hacerle saber que una nueva pareja se está formando y que los contrayentes desean en el futuro ser reconocidos como tales, con el proyecto de vida que han elaborado.
Para el cristiano, además, la dimensión social del matrimonio reviste un significado particular. El matrimonio es sacramento, acontecimiento de salvación, pero lo es dentro de la comunidad eclesial. La celebración del matrimonio no es simplemente un rito externo, sino una ocasión privilegiada de encuentro con Dios, y además significa el reconocimiento del amor por parte de la Iglesia. Ciertamente recibir el sacramento del matrimonio no garantiza el éxito de éste, pero sí debe hacer conscientes a los cónyuges que necesitan la ayuda de Dios para llevar a cabo con éxito su proyecto de vida. Tanto el matrimonio religioso como el civil, propio de quienes no tienen fe, significan la decisión de asumir la responsabilidad no sólo individual, sino también social, cosa que no sucede con el simple ajuntarse. Por ello no es extraño que, en el fondo del comportamiento de quienes recurren a ello, lo que hay es un miedo a comprometerse definitivamente, tanto más cuanto que el deseo de fundar una familia requiere un compromiso mucho más importante que el de cohabitar en pareja.
Tengamos en cuenta que el dicho de San Agustín “Ama y haz lo que quieras” no significa ningún relajamiento, sino un compromiso más radical y completo del amor. Vistas así las cosas, las relaciones sexuales extramatrimoniales son en su sentido último equivocadas y no justificables bajo el criterio de la exigencia integral del amor. Además, incluso en el matrimonio la entrega mutua está sujeta a las leyes del crecimiento. La experiencia de la plena comunión sexual antes del matrimonio acrecienta el peligro de una falsa decisión, por la limitación que supone para una decisión libre la presión del lazo que se contrae (tanto más si se espera un niño).
Esto sin contar con que los novios (pero especialmente el novio) sienten hacia la otra parte el sentimiento ambivalente que se da en toda vida: por una parte está su egoísmo, las ganas de explotar y abusar del otro; por otra, su generosidad, su amor sincero y sacrificado hacia el otro. La mejor medida del amor es la capacidad de sacrificarse por el otro, e incluso el amor no se puede entender sin sacrificio, pero el amor ha de ser inteligente y la novia no ha de caer en la trampa del novio que le pide como prueba de amor el sacrificio de su virginidad, porque esta petición suele encerrar en sí un gran egoísmo, aparte de que la chica que hace el acto sexual presionada es difícil que se entregue de verdad y suele experimentar una gran decepción.
Además, a menudo el mismo que hace la proposición ilícita no desea inconscientemente sino que el otro la rechace y le ayude a ser mejor, pues en lo profundo de nuestro corazón todos deseamos un amor hermoso y puro, por lo que normalmente la chica que sabe negarse ve aumentado ante su novio su prestigio y respeto. No olvidemos, además, que todo lo que es pecado nos aleja del verdadero amor, cuya fuente y origen es Dios. Recordemos también la concepción machista de nuestra sociedad, con su doble moral hacia el comportamiento del chico y de la chica. Por todo ello, depende a menudo de la energía e inteligencia de la novia el rumbo definitivo del noviazgo, si bien actualmente a veces es el novio quien tiene que hacer el papel de contención. El tener ideas claras y haber llegado a acuerdos desde el principio ciertamente es una gran ayuda a la hora de afrontar las situaciones.