Los progresistas son muy hábiles, por eso han conquistado buena parte del mundo. Uno de los trucos de que se han valido para ello es el uso del lenguaje para erigirse como autoridad moral y expulsar a sus rivales del debate público, y lo hacen apropiándose de términos que tienen fuerte connotación valórica, alteran su significado y los aplican a ellos mismos en sentido positivo y a quienes piensan distinto en sentido negativo.
Uno de sus términos favoritos es “tolerancia”, el cual en su sentido propio significa: “Respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias”. Este concepto nace del hecho de que vivimos en un mundo imperfecto en que los valores supremos “verdad”, “bondad” y “belleza” rara vez se dan en plenitud, y entonces surge la cuestión de hasta qué punto convivimos con lo falso o equivocado, lo malo y lo feo. Sería absurdo sostener que “toleramos” la verdad, el bien o la belleza; la tolerancia o respeto por las conductas o ideas de los demás que no nos gustan cabe sólo respecto de lo que se aparta de estos valores.
Es natural que cada uno de nosotros defina qué grado de falsedad o error, de maldad o de fealdad acepta. También es cierto que la vida en sociedad requiere en grado importante de la capacidad para aceptar las conductas o ideas de otros que no nos gustan y por eso la tolerancia suele ser una virtud, pero es igualmente un contrasentido aceptar o respetar aquello que destruye la vida en comunidad. Una esposa puede ‒incluso diríamos “debe”‒ tolerar que su marido ronque por las noches o que a veces se ponga de mal genio, pero probablemente no tolerará ‒podríamos decir “no deberá tolerar”‒ otras conductas. “¡Qué intolerante es la esposa de mi amigo, que no acepta que él tenga otra!” o “¿Me puedes creer que el solo hecho de que mi amigo golpee a su mujer motivó a ésta a irse de la casa?” son frases que suenan absurdas hasta en boca del más sinvergüenza.
La tolerancia, entonces, es una actitud que implica el juicio previo de que ciertas actitudes, conductas o ideas son censurables por ser contrarias a la verdad (por falsedad o error), malas o feas, para recién entonces definir si aceptamos convivir con ellas y de qué manera. Por esto los progresistas −impulsados por su relativismo, es decir, la creencia de que nada puede ser calificado como bueno o malo en términos absolutos− han extendido el límite de lo tolerable hasta hacerlo prácticamente inexistente. Para ello han eliminado del concepto de tolerancia el juicio ético que la hace posible, desnaturalizándola al punto de que el solo hecho de que alguien haga ver que una determinada conducta es contraria a la verdad, a la bondad o a la belleza, lo hace acreedor al calificativo de “intolerante”, con lo que el desgraciado es expulsado del debate público.
Se llega así a una paradoja: que los paladines de la tolerancia (mal entendida, por supuesto), una vez que se han apropiado del debate gracias a la aceptación generalizada de lo políticamente correcto, esgrimen que la tolerancia tiene un límite, el cual es traspasado por la “Tradición”, es decir, los criterios que nuestros padres y sus padres forjaron durante siglos inspirados por el cristianismo para definir qué es conveniente y qué no, tanto en la vida personal como en la vida social. Como esto resulta incompatible con el relativismo de los progresistas, el cristianismo es excluido del debate público, siendo relegado al ámbito estrictamente personal a la espera de que se extinga por el devenir del progreso, que algún día hará desaparecer del mundo la ignorancia que hace posible la fe cristiana.
No han faltado cristianos bien intencionados que, guiados por el temor de hacerse merecedores del calificativo de intolerantes, han terminado por aceptar la lógica progresista acerca de la tolerancia. Pero es un error; el mismo Jesús nos da un ejemplo de intolerancia: “Al que escandalice a uno de estos pequeños más le valdría que le aten una piedra de molino al cuello y lo arrojen al mar”. Para Jesús es intolerable que un niño se pierda por el mal ejemplo dado a sabiendas. También San Pablo, autor del famoso Himno de la Caridad, nos da ejemplo de intolerancia: “Les mando que se aparten de todo hermano que ande desordenadamente, y no según la doctrina que recibieron de mi”, advirtió a los cristianos de la ciudad de Tesalónica respecto de los miembros de su comunidad que, creyendo erróneamente que el fin del mundo se acercaba, se entregaban a la pereza y a otros vicios.
Por eso, estimado lector, no le crea a la tolerancia de los progresistas. Atrevámonos a reconocer qué conductas o costumbres que nos resultan molestas conviene que aceptemos para hacer posible la vida en comunidad y crecer en la caridad, y cuáles no debemos aceptar. Y cuando seamos motejados de intolerantes por los progresistas, pensemos que su intolerancia… ¡es intolerable!